Coincidiendo con el 55 aniversario de su fundación, en el seno de la OTAN se ha llevado a cabo la mayor ampliación de su historia, siendo ahora 26 los miembros que forman parte de la misma. Ello podría inicialmente inducir a pensar en una OTAN más fuerte y con una superior capacidad de maniobra. Pero precisamente es a la hora de hacer estas dos consideraciones cuando empiezan, por así decirlo, los problemas. Es suficiente con echar un vistazo a la lista de los países que se han integrado ahora en la organización -Estonia, Letonia, Lituania, Eslovaquia, Eslovenia, Bulgaria y Rumanía- para advertir que se trata de Estados que, excepción hecha de Rumanía, cuentan con una población reducida, con una economía inestable y, consecuentemente, con escasas posibilidades de aportación militar a la Alianza Atlántica, al menos por el momento. Piénsese que estamos hablando de ejércitos que, en algunos casos, disponen tan sólo de unos 6.000 soldados, que cuentan con un material anticuado, por lo que su integración militar efectiva tardará unos años en convertirse en algo real. Por si ello fuera poco, esta nueva OTAN que no es en realidad más fuerte se va a ver mediatizada en sus posibilidades de actuación debido al enorme peso que van a tener en ella los Estados Unidos. Prácticamente todos los nuevos miembros mantienen una política exterior completamente pronorteamericana, compitiendo entre sí para atraerse las nuevas bases a las que Washington ha anunciado que trasladará sus tropas desplegadas hoy en Europa Occidental. Ese filoamericanismo -explicable si tomamos en consideración que los nuevos miembros, o formaron parte de la URSS, o bien estuvieron integrados en el Pacto de Varsovia- ha despertado ya las suspicacias de una Rusia que teme los beneficios que de la situación puede extraer Estados Unidos. Estamos, pues, ante una OTAN que no sólo no es más fuerte, sino que será más dócil ante los dictados norteamericanos. Lo que no parece lo más recomendable en momentos de tensión mundial como los que vivimos.