La campaña electoral llega a su ecuador. De forma que, a partir
de ahora, sólo queda una semana para que los candidatos traten de
convencernos de las bondades de su programa. Como es tradicional,
las encuestas se suceden augurando una nueva victoria del Partido
Popular, aunque difieren en cuanto a la envergadura de su mayoría,
dejando la distancia con el PSOE entre cinco y siete puntos.
Los sondeos están muy bien, parecen inevitables, pero a la hora
de la verdad la única encuesta válida y definitiva será la del 14
de marzo, conocidos los fiascos que en ocasiones anteriores se han
producido.
Falta, pese a todo, una constante que suele darse cuando se
produce la alternancia política: la desazón, el cansancio de la
población. Ocurre, como le pasó al PSOE de Felipe González, que
llega un momento en que la sociedad percibe la necesidad de un
cambio radical y la oportunidad de hacerlo realidad se presenta en
las urnas. Quizá ahora haya más gente harta de esa mayoría absoluta
que a veces propicia modos de hacer política nada deseables, pero
en conjunto la sociedad española no parece reclamar un cambio
urgente.
De ahí que la mayoría de los analistas crean que los socialistas
de Rodríguez Zapatero, que ha conseguido trasladar a la opinión
pública una imagen del partido nueva, moderna y razonable, pueden
alcanzar ahora un estatus mucho más ventajoso que el que han tenido
en los últimos años, cuando carecían de un liderazgo claro.
Pero tal vez esto no sea suficiente para desalojar del poder a
un partido que durante estos ocho años de gobierno ha logrado
algunos méritos incontestables, especialmente en asuntos económicos
y de lucha contra el terrorismo.
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