De nuevo los enfrentamientos dialécticos entre Madrid y Vitoria ocupan páginas y más páginas de la prensa nacional y llenan las tertulias políticas en radios, televisiones y ámbitos domésticos.

En asuntos como éste del proyecto Ibarretxe, al final lo que cuenta es el color del cristal con que se mira. Si desde Ajuria Enea se adorna la ambición soberanista con palabras como «legítima, convivencia y acuerdo», al mismo tiempo desde PP y PSOE se habla de «rupturismo, retroceso, división, ensoñaciones y desvaríos».

En realidad, todos tienen razón, a su manera. Resulta lógico que un líder nacionalista "con las elecciones a la vuelta de la esquina" se plantee cierto grado de rupturismo, aunque para él siempre será legítimo e ilusionante, mientras para el otro esa misma ruptura en vez de liberadora sea más bien traumática.

En el fondo no es sino la lucha de dos nacionalismos de carácter muy fuerte. El nacionalismo español jamás contemplará la posibilidad de una escisión, de igual modo que el nacionalismo vasco nunca dejará de aspirar a tener una nación propia. Ambas posturas son legítimas y responden a una ideología y una manera de ver el mundo concreta y respetable. Mientras ambos respeten al otro y enfoquen sus «ensoñaciones» "como las llama Aznar" o sus sueños "como las calificaría Ibarretxe" por vías democráticas y basadas en el diálogo y la sensatez, no hay nada que temer. Varios Estados europeos han alcanzado la independencia recientemente "por fortuna, algunos pacíficamente" y otros a lo largo de los últimos cien años. No es una idea nueva ni descabellada. Sólo que exige, como todo, un fundamento y una claridad democráticas que la violencia etarra, de momento, no hace más que invalidar.