La crisis desatada tras la ocupación de la isla de Perejil por
un grupo de soldados marroquíes, se ha agravado tras la respuesta
oficial del Gobierno del país alauí, que no piensa retirar a sus
militares del peñón. Frente a esta actitud, el presidente del
Gobierno español, José María Aznar, aseguraba en el Debate sobre el
Estado de la Nación que su Ejecutivo no toleraría una política de
«hechos consumados»; la Unión Europea (UE) endurecía su postura,
considerando el islote territorio de la Unión, y, finalmente, la
OTAN calificaba la actuación marroquí como una «acción inamistosa»
contra uno de los aliados.
Ciertamente, la gravedad de la situación hace preciso que se
arbitren los mecanismos necesarios para la rápida solución del
conflicto; aunque bien es verdad que sería deseable que no se
tuviera que ir más allá de las conversaciones meramente
diplomáticas, sin tener que llegar al extremo de sanciones
comerciales, cierre de fronteras, o lo que sería mucho peor, el
enfrentamiento militar.
Las autoridades marroquíes, evidentemente, pueden plantear sus
reivindicaciones, pero a través de los foros establecidos por la
política internacional. La invasión de Perejil tiene todas las
trazas de ser una prueba para ver como reacciona España. Pero
contra lo que podían esperar, nuestro país en nada se parece al de
la Marcha Verde de 1975 y así lo indican de forma muy clara los
posicionamientos de la UE y de la Alianza Atlántica, de las que hoy
formamos parte como miembro de pleno derecho.
Ahora bien, sería enormemente negativo para ambos países
mantener un tenso equilibrio, con el riesgo de un conflicto mayor
que nadie puede desear y que nos abocaría a consecuencias
absolutamente imprevisibles.
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