En estos momentos residen en la Unión Europea 11 millones de inmigrantes, calculándose que «varios» millones más de ilegales se encuentran igualmente entre nosotros. Ello ha sido causa de una creciente inquietud que ha determinado tanto el acelerado avance de formaciones ultraderechistas en muchos países que ven en la inmigración el origen de casi todos los males sociales, como la desazón de un ciudadano común sistemáticamente machacado por la idea que relaciona inexorablemente inmigración con aumento de la delincuencia.

Independientemente de lo discutible de dichos conceptos, queda claro que hoy por hoy la política sobre inmigración en Europa hace aguas por todos los costados. Pero no, naturalmente, porque la inmigración sea un mal en sí, sino porque lo deficiente es la política desplegada al respecto. Normas difusas, inconcretas, ineficaces, leyes imperfectas "sin ir más lejos como la nuestra de extranjería" y, en general, actuaciones tendentes a identificar la inmigración con una cuestión de orden público, cuando de algo muy distinto se trata.

En la UE se ha pecado de imprevisión en todo lo concerniente a un asunto cuya problemática llevaba años anunciándose. Y ahora, cuando el problema empieza a apretar, cuando todo indica que el fenómeno irá aún a más a lo largo de los próximos años, se pretende hacer sobre la marcha lo que no se hizo ordenadamente en su momento. Es por ello que creemos llegada la hora de exigir prudencia en el tratamiento de la cuestión. Y en este sentido parece conveniente revisar concienzudamente esas normas sobre inmigración que se pondrán sobre la mesa en la próxima cumbre de Sevilla. Ya que mucho nos tememos que un simple endurecimiento de la normativa y un aumento en la exigencia administrativa "se anuncian restricciones en la concesión de permisos de trabajo y residencia, creación de una policía común de fronteras, control de movimientos de población por satélite, etc" podrían resultar medidas incluso contraproducentes.