El mundo entero tembló ayer de nuevo ante las imágenes, ya familiares, de un rascacielos agujereado como si fuera de papel con un avión en sus entrañas. La referencia del 11 de septiembre sobrevoló con la rapidez y la fuerza de un rayo la mente de cuantos vieron el suceso en televisión. Pese a ello, todo parece indicar que se ha tratado de un desgraciado accidente aéreo con cinco víctimas mortales, según las primeras estimaciones.

En las actuales circunstancias, con Palestina convertida en una masacre por parte del Ejército hebreo y un Bin Laden todavía libre, la primera tentación era pensar en una nueva atrocidad cometida por los radicales islámicos.

Minutos después, las Bolsas de varios puntos del planeta se desplomaban ante la fugaz perspectiva de una oleada de terror cuando ya la economía mundial empezaba a recuperar el ánimo y la esperanza tras varios meses de depresión.

No será fácil desprenderse de ese temor, pánico en ocasiones, que el 11-S ha dejado como secuela. Lo vimos en Queens, cuando un avión se estrelló pocos días después de los atentados sobre ese barrio neoyorquino, en Milán, con otro accidente aéreo funesto, en los sobres con ántrax... cualquier suceso nos remitía a la sombra del terrorismo islámico y a la huella del multimillonario saudí.

Hoy las cosas han cambiado en cierta forma. Estados Unidos encabeza una guerra sin cuartel contra el terrorismo que, de momento, no ha dado todos los frutos esperados. A pesar de su fabulosa maquinaria bélica, de sus impecables sistemas de inteligencia y del despliegue económico puesto a disposición de la lucha contra «el eje del mal», el principal sospechoso de los atentados sigue vivo, en paradero desconocido y con un ejército de colaboradores a sus espaldas. Mientras siga así, cualquier suceso volverá a despertar a los fantasmas del 11-S.