En este país hemos visto y oído tantas historias inimaginables
relacionadas con la corrupción que ya prácticamente nada puede
sorprendernos. Desde la espectacular fuga de Roldán a los infinitos
affaires que desfilaron por las páginas de los periódicos en la
década de los ochenta, los asuntos dinerarios han estado en boca de
todos. Y los banqueros no se han escapado de la quema. Tuvimos el
famoso caso Banesto y al mismísimo gobernador del Banco de España
"encargado, precisamente, de vigilar la honestidad en el negocio"
entre rejas. Quizá por eso la turbia noticia de las cuentas del
BBVA en paraísos fiscales nos resulta casi familiar.
La oposición, que en su día se vio envuelta en los casos más
rocambolescos, es hoy la que esgrime el dedo acusador y se apresura
a insinuar lazos entre las cuentas opacas del banco y miembros del
Gobierno para forzar una comisión de investigación en el Congreso.
De momento nada de eso es confirmable y, por ende, el tema debe
quedar en manos de la Justicia, que es quien tiene que investigar y
decidir si hay delito y de qué clase.
Politizar el caso es, por ahora, precipitado y hasta malévolo y
ya lo han intentado tanto el PSOE como el PP, remitiéndose al
último gobierno socialista. Y peor aún resulta la actuación de
quienes revelan que el dinero obtenido en esos paraísos fiscales ha
servido para financiar a ETA o a políticos corruptos como Fujimori
o Montesinos, sin presentar ninguna prueba. Hasta la fecha lo único
seguro es que el segundo banco español se burló de las
instituciones financieras nacionales para obtener un beneficio
extra con el que premiar durante años con unos 200 millones de
dólares a 16 de sus altos cargos, una actitud de sobra conocida en
nuestro país, donde parece que la vieja cultura del pelotazo
todavía sobrevive.
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