A l fin el Gobierno de José María Aznar ha decidido intervenir en el conflicto que mantiene la compañía aérea Iberia con el sindicato de pilotos SEPLA. Aunque la medida llega tarde, como suele ocurrir casi siempre en estos casos, sea bienvenida. Desde el Ejecutivo se impone una mediación obligatoria hasta que ambas partes alcancen un acuerdo. Algo difícil, si tenemos en cuenta que ya ha habido mediadores elegidos por acuerdo que han fracasado y que el sindicato rechaza una tras otra cualquier propuesta, por generosa que sea, que la empresa le coloca sobre la mesa.

Pero en este caso debemos felicitarnos, aunque el mal ya está hecho. La suspensión de todos los vuelos durante unas horas, un hecho sin precedentes en la historia de la aviación comercial española, dejó en tierra a centenares de usuarios y hundió en el fango no sólo la imagen y la credibilidad de Iberia, sino también la de España y su infraestructura turística. La marcha atrás de la compañía aérea supuso, de nuevo, un paso en falso que finalmente el Gobierno ha tenido que afianzar, aunque parece ser que por el momento no habrá más consecuencias. Los pilotos aseguran que acatan la decisión gubernamental, pero anuncian un recurso por considerarla injustificada.

Quizá sus exigencias sean del todo aceptables, pero su forma de imponerse es del todo intolerable. Que estos profesionales pidan aumentos, privilegios o lo que sea, está bien, pero que utilicen a todo un país como rehén es imperdonable. Hasta las alas más duras de los sindicatos critican la actitud del SEPLA, que está utilizando el derecho de huelga "y desacreditándolo, de paso" como un arma letal contra una empresa que, de continuar así, perderá toda su categoría. Pero quizá peor todavía es la actitud de Iberia, que se precipitó en su reacción de «pataleta» y luego no supo cómo resolver la situación creada.