El director territorial del Ibasan, Ramon Mayol, no está, ni mucho menos, de suerte. A un vertido de aguas depuradas le sigue otro y parece que la racha no va a acabar. Las plantas de tratamiento se acercan a su fecha de caducidad mientras los vecinos de las mismas están dispuestos a no aguantar ni una vez más un fallo hediondo y recurrente. Ocurrió con luz y taquígrafos en la EDAR de Eivissa y pocos días más tarde en una conducción de Cala Pada. Por eso es lógica la exigencia de que si las depuradoras tienen que ser restauradas, que lo sean y de inmediato. Y si no se puede, que se construyan otras porque no podemos estar hablando de imagen turística y mantener un paisaje fétido de semejante amplitud y calado. El razonamiento, si se quiere y se debe, puede simplificarse hasta el máximo: si van a ser necesarias obras de envergadura en las que fallan, mejor que se hagan hoy a que se hagan dentro de tres años. Y cuesten lo que cuesten. Lo que no podemos permitirnos es la condena a la que están sentenciados los que habitan en las proximidades de estas plantas de tratamiento y los que pasan a su lado. Hay que reconocer que el responsable del Ibasan en la isla ha dado muestras de querer solucionar lo que el año pasado pareció una condena a perpetuidad, pero se encuentra con un problema obvio, el presupuestario, que puede tener, sin embargo, varias puertas escondidas. No es lógico que la Comunitat Autònoma que es capaz de acometer inversiones viarias con dinero dedicado al turismo con el pretexto del servicio que se hace a este sector económico no vaya a enmendar un problema que nos deja con una imagen tercermundista ante nuestros millones de visitantes que más pronto o más tarde acabarán pasando en autobús o en coche de alquiler junto a alguna de las depuradoras.