El polémico tema de la pena de muerte vuelve a la actualidad con el caso del único español que se encuentra en el corredor de la muerte. El caso puntual de Joaquín José Martínez es de por sí confuso, pues el joven ha defendido siempre su inocencia y sus abogados aseguran que el juicio por el que fue condenado a morir estuvo lleno de irregularidades y falta de pruebas. Nadie sabe "quizá sólo él mismo" si Martínez dice la verdad o se aferra a la posibilidad de escapar de una muerte segura aprovechando los vericuetos de la Justicia. Pero es lo de menos.

Lo realmente importante es el fondo de la cuestión: la pena de muerte y los métodos que se utilizan para llevarla a cabo. Estados Unidos, gigante abanderado de la pena capital, es uno de los países con más altos índices de delincuencia del mundo, y su sistema carcelario "ya inmenso" no da abasto para acoger más presos, en especial los condenados a largos años de prisión. Tal vez por eso la opinión pública norteamericana es mayoritariamente proclive a defender la pena de muerte. Quizá deberían preguntarse antes por qué su rica sociedad padece esa enorme lacra de la delincuencia en tal altos niveles.

Aquí, en Europa, la pena de muerte se considera "en general" un crimen tan execrable como el que haya podido cometer el desgraciado al que se le aplica. Y por ello se ha desatado una amplia campaña de defensa del joven español condenado en Miami. A priori parece que ni los americanos cambiarán de opinión fácilmente, ni los europeos conseguiremos presionar demasiado para que las cosas cambien al otro lado del Atlántico.

Pero por de pronto parece un buen augurio el hecho de que el Senado norteamericano haya decidido paralizar las ejecuciones en la silla eléctrica para debatir si este método es tan cruel que contradice la Constitución estadounidense. Quizá sea un buen principio.