El Gobierno de Pedro Sánchez anuncia ahora que el Rey viajará el viernes a Barcelona para entregar unos premios y visitar la Zona Franca. Esta cita tan intrascendente tiene un valor político importante. Y es que hace dos semanas el Gobierno no dejó asistir al jefe del Estado a la entrega de despachos a los nuevos jueces en esa misma ciudad. El Gobierno consideró entonces que su presencia crispaba el ambiente porque coincidía con el aniversario del referéndum ilegal del 1-O y la sentencia que ha inhabilitado a Quim Torra como presidente de la Generalitat. De ser así, el objeto institucional del Rey es un fracaso en Catalunya.
Al margen de la política.
Es un problema muy serio que el jefe del Estado no pueda cumplir sus funciones en todo el territorio con absoluta normalidad. Precisamente por no haber sido elegido, Felipe VI debe mantenerse y se mantiene al margen del debate político. Su función está explícitamente fijada en la Constitución de 1978. El arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, y todos sus actos deben ser refrendados por el presidente del Gobierno. Con estas pautas teóricas debería poder realizar su trabajo sin entrar en conflictos.
Quién gana con los despropósitos.
Así debería ser, si no se hicieran las cosas tan mal como estas últimas semanas. Felipe VI tuvo que presidir la entrega de despachos el 25 de setiembre en Barcelona. Las razones que aduce el Ejecutivo para vetarle son ridículas. Pero si el Gobierno erró, también lo hizo la oposición, que con su defensa de la institución monárquica pareció apuntalar a un jefe del Estado en situación de debilidad. Tampoco estuvo afortunado el Rey al llamar al presidente del Tribunal Constitucional para lamentar su ausencia del acto; ni este juez, si fue quien cometió la torpeza de comentar una conversación que debió quedar en el ámbito privado. Despropósito tras despropósito, Podemos y las fuerzas independentistas erosionan la figura del Monarca, ganan perfil ideológico y dañan las estructuras del Estado, que son su fin último.