Ayer se conmemoraba el sesenta aniversario del Tratado de Roma, el que fue embrión de la actual Unión Europea, que ha reunido en la capital italiana a los mandatarios de los 27 países que la integran. Las celebraciones coinciden con uno de los momentos más críticos del proyecto europeo, que afronta la salida de uno de sus socios más importantes –Gran Bretaña– con no pocas incertidumbres. Además, el europeísmo que triunfaba décadas atrás se enfrenta ahora a amplias corrientes sociales de rechazo o, como mínimo, de euroescepticismo entre los propios socios que ponen en cuestión las esencias de la UE.

Un dilema. En el propio seno de la UE se plantea ya la disyuntiva de qué camino adoptar de cara al futuro, entre quienes apuestan por seguir ahondando en la vía de la cesión de más soberanía y poder de decisión a Bruselas y los que ven una amenaza en esta dinámica. El desarrollo del Tratado de Roma ha supuesto la mayor apuesta política del continente europeo, un antídoto contra las guerras mundiales que Europa protagonizó durante el pasado siglo. Sin embargo, es preciso admitir la ausencia de elementos de cohesión social europea, marginados por el economicismo que preside todas las funciones de la UE. El desequilibrio es clamoroso y los líderes siguen, inexplicablemente, sin reaccionar.

Una apuesta clara. Del mismo modo que los firmantes del Tratado de Roma dejaron claras sus intenciones de convergencia económica, la UE debe aclarar su nueva apuesta, imprescindible tras el ‘Brexit’, para volver a ilusionar a las sociedades que dice representar. No puede ser sólo un mecanismo de orden económico. La incapacidad para dar respuesta a los nuevos retos es clamorosa y el ejemplo de la crisis de los refugiados es el más reciente y lamentable. Son enormes las ventajas de una Europa unida, en todos los órdenes, pero aquella idea que se plasmó en Roma tiene que evolucionar y adaptarse para dar respuesta a las exigencias de los tiempos actuales.