Todavía siguen sin conocerse todos los detalles relacionados con la masacre de la discoteca Pulse, de Orlando, que con un total de medio centenar de víctimas mortales se ha convertido en la mayor matanza provocada por un solo autor en la historia de los Estados Unidos. Una peligrosa mezcla de radicalismo yihadista y homofobia –el local celebraba una fiesta homosexual– podía ser el desencadenante del tiroteo indiscriminado que provocó una masacre. Junto con las condenas, a las que se han sumado las principales instituciones de Balears, ha vuelto el eterno debate sobre la proliferación de armas en los Estados Unidos y las consecuencias políticas en un país inmerso en plena campaña presidencial.

Un pueblo armado. Sea o no un acto terrorista, aunque la opción de que Omar Siddiqe Mateen pudiera ser un lobo solitario está tomando cada vez más cuerpo, el presidente norteamericano, Barack Obama, ha manifestado, una vez más, la necesidad de que se replanteen las facilidades que tienen los ciudadanos para acceder a todo tipo de armas; incluso las de asalto, como las que se utilizaron en el interior del club Pulse. Un sentimiento de autodefensa muy interiorizado en buena parte de la población y la influencia de la poderosísima industria de armamento en EEUU provocan, en buena medida, que se aplace el debate político y social sobre la adopción de medidas restrictivas. El de Orlando es un caso más, sin duda el más grave, pero al que se añaden otros también recientes y que han tenido, incluso, a escolares entre sus víctimas.

Impacto político. Los analistas atribuyen al candidato republicano Donald Trump la obtención de los beneficios políticos derivados de los asesinatos en Orlando. La circunstancia confirma que nada es ajeno a la campaña electoral abierta para la sucesión de Barack Obama al frente de la Casa Blanca, aunque sólo sea por la confusa reivindicación del Estado Islámico. El horror también participa del círculo de la política.