Estimados lectores: los calores van anunciando una época estival que se avecina, sinónimo para muchos de vacaciones, playa, mar, montaña y viajes. Hasta ahí todo bien. Lo preocupante es que una parte cada vez más considerable de nuestra sociedad sin alma aprovecha la coyuntura para abandonar a su perro en mitad de la carretera y meter al abuelo en el asilo puesto que no lo admiten en la perrera. A nuestras queridas compañeras las mascotas les dedicaré un artículo en una próxima ocasión. A nuestras personas mayores les toca hoy su turno.
De tiempos inmemoriales es sabido que la mayor riqueza de nuestra existencia es concedida por la experiencia. De ahí el proverbio “el diablo sabe más por viejo que por diablo”. A lo largo de los siglos las sociedades que han marcado un antes y un después en la civilización: la ancestral China, el antiguo Egipto o la magna Grecia mantenían en situación preponderante a las personas mayores; por sus experiencias, conocimientos, sabiduría alcanzada con los años y en especial por las vivencias cuyo contenido alberga también los errores cometidos y vistos cometer a los demás.
Pero de repente le llega el turno a nuestra generación, los hijos de una sociedad de consumo con la desganada cultura de ignorantes tele-espacio-celulares, doctorados en internavegación de caverna y de soledad sideral, coca-cola fría, comida basura y sexo virtual. Las redes sociales han desvirtuado la comunicación y convertido en rey al más cazurro, mientras la herencia milenaria de valores humanistas que ha intentado mantenernos fuera de la barbarie se ha ido a tomar viento fresco.
Ejemplo de ello es que nuestra sociedad egoísta y emponzoñada jubila a lo mejor de su capital humano, tanto intelectual como profesional, entorno a las cincuenta y cinco primaveras por considerarlo caduco, cuando precisamente se halla en su momento óptimo. En el ámbito laboral cualquier operario pasados los cuarenta y cinco carece de interés. Parecen molestar la experiencia y sabiduría que solo conceden los años en el campo de batalla. Se prefiere tratar con cervatillos recién salidos del horno, maleables y fáciles de manipular.
Cuando llega la senectud —que si todavía no os ha llegado, queridos lectores, salvo sustos de por medio a todos llegará— es recibida por muchos como la llegada de un mueble en estado de carcoma. Un ser proclive a enfermedades, que precisa de mayores atenciones, conlleva unos gastos extra y la dedicación de un tiempo del que tal vez no se dispone o que tenemos comprometido con la paella, el fútbol o las compras con las amigas.
A nuestros ancianos ya no se les solicita consejo ni tampoco interesan sus historias. Se les exige que cierren el pico y no molesten. Muchos hablan de sus ancestros como de un lastre del que no saben como desprenderse. El día que el abuelo o la abuela “la palma” es un día de fiesta. Por fin se ha ido. Uno menos que traga y mea. Un fantasma que ya no ocupa espacio en casa o en la residencia.
Distinguido lector, muchos de estos repugnantes seres de abominable conciencia a los que acabo de referirme no se acuerdan de que la arrugada anciana que acaba de irse es la mujer que le dio vida, se privó de necesidades en pro de su retoño y se sacrificó cuanto fue necesario para los suyos: su familia. E incluso de mayor cuidó de los hijos de sus hijos y les cedió sus ahorros que con esfuerzo y sacrificio logró juntar a lo largo de su vida.
Algo hemos hecho muy mal. Demasiada miel para tanto cerdo.
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