Empecé a leer a Emily Dickinson hacia los veinte años en una versión muy especial para mí. Era una traducción de la poeta argentina Silvina Ocampo. Descubrí un universo nuevo y una forma muy diferente de escribir poesía. Allí estaba todo el mundo de una mujer muy distinta y peculiar, que escribía para ella y unos pocos amigos íntimos, sin intención de que aquellos versos salieran más allá de su caserón de Amherst (Nueva Inglaterra). Era capaz de escribir sobre la cosa más menuda que pululaba por su jardín, pero a la vez hay en sus versos sus dudas religiosas –que la conducen a una terrible irreverencia–, su pensamiento acerca de la muerte, la angustia y el júbilo, el asombro y la esperanza. Ahora, con esta versión (traducción y antología) de Marcel Riera, podemos disfrutar de la poesía de Dickinson en catalán. Nadie puede dudar de que tras esta poesía existe una mujer que llama la atención y que no se puede desligar de lo que escribe. Los biógrafos han señalado la sorprendente vitalidad de esta escritora pese a su exagerada palidez y su tendencia, casi morbosa, a la soledad. Cierta vez, al preguntarle por qué no le gustaba recorrer el mundo, contestó que con el hecho de existir ya le bastaba. Todo el drama de la existencia tenía lugar para ella en su estancia, en su jardín y en su alma. Aunque su vida fuera monótona, su obra demuestra que fue intensa, tanto como lo pudiera ser la de los grandes hombres de acción. Se aisló muy pronto del mundo y re rodeó únicamente de personas que estuvieran a la altura de sus conocimientos y afectos, como sus cuatro preceptores. Uno de ellos, el reverendo Charles Wadsworth, fue el hombre a quien amó, a pesar de que sólo se vieron unas cuatro veces. Fue un amor platónico, una ‘compenetración espiritual' que tuvo un influjo decisivo en su obra. Cuando él se marchó a San Francisco, ella empezó a vestir de blanco –lo que llamaba ‘mi blanca elección'– y se recluyó definitivamente en el hogar.
La biblioteca
Una blanca mariposa de luz
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