Lo que resulta poco habitual en un periodista, claro; a quien, al parecer por principios profesionales, cualquier noticia, chisme, comentario o rumor le tiene que quemar en los dedos, y, por lo tanto, echarlo fuera, publicarlo. Lo de menos es que traiciones la confianza que te ha hecho alguien con la confidencia. Un periodista que se precie es un tipo bajo sospecha del que no se puede fiar uno, pues (insisto, por lo que me cuentan) su obligación es contarlo públicamente todo.

JULIO HERRANZ

O sea, que debo ser un mal periodista; pues uno todavía milita en la ingenuidad de que si algún amigo artista, por ejemplo, me informa como amigo de que está trabajando en algo pero que todavía es pronto para informar sobre ello, voy y me espero hasta que me autorice a contarlo. Una posición la mía como informante algo compleja y delicada, porque dada mi peculiar idiosincrasia de ser a la vez periodista cultural (de los pocos, si no el único, que tiene en esta isla dedicación exclusiva en este campo) y cultureta activo (poeta, ejem, a ratos escasos), comparto muchas confidencias de colegas sobre proyectos que tienen en marcha; de los que me informan y, algunos, me piden opinión.

Pero en fin, como dijo alguien, nada resulta más difícil que ser lo que uno no es. Así que en esa estamos, buscando un precario equilibrio entre la obligación y la devoción. Más que convencido a estas alturas de mi película laboral de que si me obligan a tomar partido, me inclinaré antes por la devoción que por lo que, se supone, debería ser mi obligación. Aunque no sé; igual todavía no es tarde para cambiar de actitud. Por si acaso, pido desde aquí a mis amigos de la cultura que no me cuenten nada más confidencialmente hasta que no quieran contárselo ellos a todos. Así me ahorraré disgustos tontos e innecesarios.