«Lo malo del concierto es que he venido sin la lección aprendida, y
por lo tanto no puedo disfrutarlo igual que esta chiquillería». Tal
comentario, escuchado de labios de un treintañero que había pagado
religiosamente sus 2.800 pesetas de vellón en la puerta, resume de
alguna manera los dos tipos de público que se dieron cita el
domingo en el recinto ferial para degustar el concierto de Manolo
García, segundo del cartel «Estiu Jove 2001», mucho mejor recibido
que el de Pedro Guerra: casi cinco mil personas, según aseguró la
organización.
Por una parte -en aplastante mayoría-, los adolescentes, que
parecían haberse estudiado mejor sus dos discos en solitario que
las asignaturas de clase; y por la otra, los nostálgicos de El
Último de la Fila, que valoraban el talento y el arte de este
juglar del siglo XXI, pero que apenas conocían las canciones, y por
lo tanto, pasado el impacto de la estupenda puesta en escena,
fuéronse aburriendo soberanamente, porque García se mostró rácano
con el pasado y sólo cantó tres temas de su gloriosa etapa con
Quimi Portet.
Menos mal -éso- que quedaba el aliciente de entretenerse con el
juego plástico y lumínico de una puesta en escena apabullante, de
la que es responsable el pintor Miguel Brayda. Entre una estética
«Blade runner» y una instalación posmoderna, el animado escenario
daba juego, pues, para entretenerse en las dos horas largas que
duró el concierto; incluido tres bises y la ranchera «El rey»
(modesto el mozo) como broche final y cierre. Sin olvidar a la
eficaz banda de nueve musicazos que le sostiene con mimo y cariño.
Una velada triunfal, pues, pero no para todos.
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