Yolanda, de 48 años, lleva desde 2018 sin casi levantarse de su sofá. | P. Pellicer

La vida de Yolanda Flores, de 48 años, gira en torno a una cuestión recurrente: vivir o morir. Vivir porque todavía es joven y tiene esperanzas de que su enfermedad mejorará. Morir porque no le dan más soluciones y convive con un dolor insoportable. El peor dolor del mundo. Porque Yolanda sufre una cistitis intersticial o trigonitis, una inflamación crónica de la vejiga que provoca síntomas muy dolorosos en toda la zona de la pelvis. A esto se le suma una neuropatía del nervio pudendo, también con dolor crónico, provocado tras una operación del himen en 2010 en la que aseguran que le rasparon ese nervio.

Su caso es de esos complejos con los que ni siquiera el sistema sanitario sabe qué hacer. Este es el sentimiento que tiene Yolanda: «Me dijeron que estaba condenada a tener una sonda vesical; que mi vejiga la podía tirar a los perros. Que era candidata a cistectomía pero que no lo iban a hacer porque no tengo solución. Tengo un informe de 2018 donde los médicos desaconsejan mi ingreso en Digestivo –ya que tiene trastorno funcional en diferentes órganos, como los intestinos– porque no pueden aportar nada más».

Para conocer a una Yolanda alejada de su sofá rojo, sin sonda por a su lado ni aspecto demacrado, hay que remontarse a 2005, cuando ejercía todavía de maestra. Un «dolor de crisis», como ella lo describa, le hacía ir al baño cada diez minutos. Dos años pasaron hasta que recibió el primer diagnóstico, una cistitis intersticial, «y los médicos no sabían a ciencia cierta por qué tenía este problema».

Sus dolores iban y venían. Le ofrecieron el tratamiento de instilaciones vesicales, un medicamento que se suministra directamente a la vejiga, «pero ese líquido me quemaba. Me dejaba doblada en el sofá». Le advirtieron que ese escozor provocado por el líquido duraría cuatro semanas, que después estaría bien. Y así fue. «Ya no tuve crisis pero vinieron otros problemas. Me acuerdo de que en Son Llàtzer me enviaron a Psiquiatría, ya que estaba loca».

Yolanda no quiso seguir con las sesiones de las instilaciones porque eran demasiado dolorosas, sobre todo por la sonda. Ese 2010, en Urología del hospital le explican que necesita una operación en el himen para miccionar mejor, lo que conllevaba un agrandamiento de la vagina. «Fue la peor decisión de mi vida». Desde ese momento el sufrimiento aumentó sin saber por qué: «Me quemaba todo, sentía descargas de dolor, era imposible sentarme sin flotador o cojines. Dormía ladeada». Cabalgaba entre la clínica privada y la sanidad pública. Nos remontamos aquí a 2014 cuando tuvo la visita a su ginecólogo para averiguar por qué no podía sentarse. Le diagnosticaron una neuropatía perianal de aquella operación vaginal en 2010. «Mi vida cambió radicalmente».

Eutanasia

Ha pasado por la Unidad del Dolor para aliviar los nervios de la zona sacra, pero recuerda que no tuvo mejoría. Ha tomado analgésicos. Requiere tratamiento psiquiátrico y desde 2018 prácticamente ha llevado sonda a pesar de que ha intentado que se la quitaran porque le escocía más la uretra. Apenas camina y la capacidad de su vejiga ya no supera los 50 centímetros cúbicos.

Todo esto, no solo le ha llevado a intentos de suicidios, sino a solicitar a su médico de cabecera la eutanasia. «Con la sonda me estoy empezando a morir. El pipí me sale por fuera y en los hospitales no me dan citas. Solo acudo a Urgencias y tampoco me ingresan. Le pregunté a mi médico si podía pedir la eutanasia y me dijo que me respetaría y apoyaría mi decisión, pero que intentaría mejorar mi calidad de vida todo este tiempo. Me reconoció que no había visto a una persona sufrir tanto como yo».

El marido y cuidador de Yolanda Flores sufre sus consecuencias de forma indirecta. Él no apoya la decisión del suicidio asistido, pero sabe que su mujer no puede aguantar más el dolor. Cada día es un misterio para Yolanda. No sabe cuántas horas actuarán los antibióticos que toma, porque además ha tenido diversos episodios de infección por culpa de la sonda y actualmente tiene los labios vaginales inflamados. Si empieza a sufrir, su marido llama al 061 para acudir a Urgencias.

«Estoy sin asistencia, llegando al extremo de pedir la eutanasia porque estoy sufriendo y ellos ‘no saben' o ‘no quieren' hacer más», explicaba así Yolanda en una reclamación que envió a Son Espases en agosto de 2021. En ella cuenta sus traslados a hospitales de Madrid y Barcelona, donde tampoco pudieron hacer nada por su caso, que hubo un año en que llegó desnutrida al hospital por un dolor intestinal –es a consecuencia de la enfermedad–, que todavía tiene.

Si Yolanda ha sentido cierta felicidad por un momento fue solo durante la pandemia, hasta 2021, cuando le retiraron la sonda por las múltiples heridas y un escozor con el que ya no podía más: «Era feliz, pero estaba más supeditada al baño, porque mi vejiga no me avisa cuándo necesito ir a miccionar. Pero prefería esto que la sonda. Fue un cambio brutal, calculando los minutos y el líquido que ingería... hasta que mi vejiga se iba reduciendo poco a poco...».

Este fue su último recuerdo alegre. Ese mismo 2021, tras un ingreso en la Policlínica por una infección perianal e inflamación de vulva, le dijeron que «las zonas de la uretra, vagina y perineo se han vuelto locas. Y desde ese instante tengo que llevar siempre la sonda». Yolanda no se levanta apenas del sofá, se tumba apoyando la espalda, no los isquiones. Ha visualizado a veces el balcón con intención de poner fin a su sufrimiento. Su próximo paso será denunciar a las unidades de Urología de Son Llàtzer y Son Espases.