Cuatro extestigos de Jehová narran sus vivencias, desde la soledad al el miedo, ya que durante su vida dentro de la organización han conocido (y padecido) casos de abusos sexuales, maltrato, violencia y acoso por parte de líderes de Mallorca, conocidos como Ancianos.

Miqueas Henares, 52 años

«No hay salida honorable, te dicen ‘o estás con nosotros o no existes'»

Fue testigo de Jehová de tercera generación. Su abuelo y sus padres ya lo eran. De pequeño le enseñaron que el mundo lo domina Satanás y que los que están dentro de la organización se salvarán. Pero Miqueas Henares, de 52 años, se salvó de esta «secta», como él nombra en mayúsculas. Dejó el llamado Reino de Dios en 2006, con 36 años, cuando ocupaba un alto cargo. No tiene hijos, pero sí que se casó. Se divorció de su mujer, que sigue siendo testigo, y volvió a nacer. Recuerda su infancia sin diversión: «La vida de un niño es una dicotomía, pues está el mundo satánico y luego nosotros, por ello te decían que no conviene asociarse con esa gente. Cuando eres muy pequeño, te afectan especialmente las fiestas. No celebramos cumpleaños, ni la Navidad. Imagínate un niño, de siete u ocho años, sin compartir caramelos ni dulces en clase. Yo me convertí en el rarito de la clase».

Miqueas comprende que este grupo religioso «se basa en la interpretación que hacen de la Biblia, y desde luego a su propio criterio que dista mucho de la realidad. Se atribuyen, por ejemplo, que no celebran los cumpleaños por el hecho de que en la Biblia hay dos episodios donde esa celebración representó los asesinatos de Herodes y el Faraón».

Las contradicciones le aclararon su decisión final. Empezó a tener estas dudas con determinadas doctrinas cuando todavía estaba dentro. «Mi situación emocional era vulerable, y de no recibir antención, me pregunté que cuánto tenía de mí lo que había hecho en mi vida, y nada tenía mi lado personal».

Su salida le costó estar solo en el mundo, sin familia ni amigos. «En este caso no hay salida honorable, te dicen ‘o estás con nosotros o no existes'». Fue expulsado y se convirtió en apóstata al discrepar de la doctrina. «Las personas allí no tienen criterio, te tienes que callar. Apóstata es la peor de las acusaciones. Yo discrepaba de ellos y por eso me echaron».

Miqueas le vio las orejas al lobo, y fue ahí cuando comenzó su resiliencia. De joven era un gran deportista, pero solo le permitieron estudiar una formación profesional. Estuvo varios años como auxiliar de enfermería, pero cuando le expulsaron de la organización comenzó la carrera de Psicología y a día de hoy tiene dos másteres, en Psicología Clínica y Sanitaria. Desde entonces atiende a otras víctimas de los Testigos de Jehová. «Cuando eres expulsado, muchos acaban en un estado de ansiedad o depresión muy grande porque todos te dejan de hablar». «Son una secta con un alto control mental, pues a través de las doctrinas, a través del miedo, te convencen. Nadie te amenaza con un arma pero sí te hacen creer que tu vida depende de cuánto de obediente seas», destaca Henares.

Mónica (nombre ficticio)

«Estuve casada 25 años con una persona que me maltrataba y me humillaba»

Mónica (nombre ficticio) es ahora, a su cincuentena, feliz. Ella, como muchos, nació siendo testigo de Jehová porque «quieras o no, era así. Te gustara o no». Recuerda los primeros 20 años como si esa fuera la única cosa que veía y conocía, pero ya de bien joven no le encajaba que no pudiera celebrar su cumpleaños, ir a fiestas o festejar la Navidad. «Mis compañeros del colegio me regalaban cosas pero mis padres me decían que no las podía aceptar», recuerda.

Víctimas testigos de Jehová

La vida de Mónica se basaba en predicar, ser obediente y, ni mucho menos, en no estudiar una carrera universitaria. Acabó haciendo una Formación Profesional de Jardines de Infancia. «No te dejan estudiar mucho porque te explican que tu vida debe dirigirse a aportar horas a la predicación. Por eso, la mayoría de los testigos no tienen trabajos cualificados, sino precarios y poco estables».

Mónica estuvo casada durante 25 años «con una persona que me maltrataba física y psicológicamente; me humillaba delante de los testigos. Me hicieron tanto daño...pero nunca lo dije». Recuerda su día a día en el matrimonio como «asqueroso. Conoces ahí a la persona. Mi exmarido me llegaba a decir que conmigo nunca tendría hijos; yo me escondía en el baño, me abofeteaba y me prohibía ver a mis padres», comparte mientras se rompe a llorar.

Su entonces marido asumía un alto cargo en la organización. Uno de los recuerdos más duros fue cuando él la obligó a ir a salones donde solo hablaban alemán (él era de origen germano). «Me quitó mi mundo y mi idioma, no hablaba español con él». Un día conoció a una psicóloga, en ese momento hacía pocos años que estaba casada. Tuvo su primer ataque de pánico, pero esta terapeuta, que le ha acompañado en todo el proceso y hoy son amigas, ha sido su pilar en todo su infierno. «Llegó un momento en que empecé a autodestruirme. He intentado tres veces suicidarme y me he autolesionado. Me diagnosticaron trastorno límite de la personalidad y maníaco depresiva», comparte.

Cuando decidió separarse, los ancianos se reunieron una tarde en su casa, con la que todavía compartía con su marido. Ella pudo confirmar que había sido víctima de maltrato por parte de él, y su ahora exmarido no lo negó. «La respuesta de los ancianos fue que esto debe mantenerse en secreto porque son cosas de familia». A los 45 años se separó y salió. Pero su familia le amenazó de nuevo: «Mi hermana me dijo que me iba a quedar sola».

Mónica es hoy una mujer felizmente casada, tiene un buen trabajo y disfruta de su libertad. Pero sigue enterrada para gran parte de su familia, y es apóstata. Con su madre, a la que no le hablaba porque salió antes que ella, es ahora cuando disfruta del tiempo perdido. A pesar de ello, sabe de muchos casos que «quieren salir pero no pueden, porque es que tu vida se derrumba». Cuando ve testigos en la calle, predicando el mensaje de Dios, dice sentir «rechazo y pena por esa gente».

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Conchi Rodríguez, 53 años

«Me sentía muy repudiada por mi padre. A mí, este mundo pagano me ha salvado la vida»

La historia de Conchi Rodríguez, de 53 años, ha estado marcada por el abandono, el abuso y los pensamientos suicidas. Nació en Madrid dentro de los Testigos de Jehová. Es la mediana de tres hermanos y confiesa tener vagos recuerdos de su infancia. Sin embargo, un hecho le marcó de por vida. Cuando Conchi tenía 12 años, su madre fue operada y, por complicaciones, necesitaba con urgencia una transfusión de sangre. «Mi madre falleció porque mi padre dijo que no». Su padre es un testigo radicalizado, rememora con lágrimas algunas secuencias muy duras, como que «mi hermano tenía mucho miedo y se hacía caca, así que mi padre cogió la caca y le decía que se la comiera».

«Si hasta ese momento mi vida ya era cruel, cuando murió mi madre pasó a ser un horror». Conchi se encargaría entonces del hogar familiar, es decir de las tareas al completo, y de sus hermanos. Su padre la sacó pronto del colegio porque tenía esta nueva obligación. A sus 16 años intentó suicidarse en unas vías de tren, pero alguien, que no recuerda, la salvó. Ahí se dio cuenta de que debía de hacer algo.

Cogió sus cosas y se marchó a Luxemburgo, «decidí fugarme de casa y dejé la organización». Allí conoció a un hombre, fue su primera relación y se buscó la vida como pudo, pero pasados dos años regresó a Madrid «porque sentía que había hecho mal». Para entender esto, Conchi explica que solo recuerda de pequeña que le decían que no servía para nada más que predicar y limpiar. Eso, comenta, le generó muy baja autoestima, hasta tal punto que estos traumas le han marcado su etapa de adulta. «¿Tú sabes lo que es vivir con el pensamiento de que eres mala y no sirves para nada?», pregunta sin poder contener las lágrimas.

De nuevo, duró poco en el hogar familiar. Su padre se casó con otra testigo y la pesadilla, para ella, volvió a resurgir: «Mi padre no me miraba a la cara y los testigos me tenían como una apestada por lo que había hecho. En esa época, todavía no podía predicar, sin que me preparaban de nuevo». Conchi ya tenía 21 años cuando, finalmente, cerró la puerta para no volver nunca más. «Me di cuenta que mi vida había estado condicionada por el miedo y las creencias», reflexiona.

Desde entonces, ha vivido calamidades pero también ha disfrutado de una vida que nunca tuvo. No ha parado de trabajar, de viajar y de experimentar. Asimismo, tuvo que ir a terapia, y hasta hace pocos años no ha cerrado definitivamente la herida de su padre. Solo mantiene el contacto esporádico con el hermano menor, pero del mayor no sabe nada. Conchi no empezó a festejar la Navidad hasta que no tuvo a su pequeña, que tiene ahora 16 años. «Cuando fui madre, no me podía explicar cómo un padre puede hacer tanto daño a una hija. He sufrido torturas, vejación, me han intentado hundir. Yo ya tuve el Armagedón en casa, yo ya fui destruida en mi hogar».

No esconde, ni desmiente, que ha conocido de primera mano a Ancianos que han abusado de niñas. Conchi también fue víctima de tocamientos cuando era una cría. Lo recuerda a la perfección, como una frase demoledora de un líder: «Un Anciano, en un discurso, dijo que una hostia a una mujer, de vez en cuando, no venía mal». Actualmente, la fe la ha enterrado y su vida se enriquece de libertad, amor y elección, a pesar de convivir con una fibromialgia detectada hace unos años por culpa de todo lo que tragó. «A mí, ese mundo pagano que tanto rechazan me ha salvado la vida».

Flor (nombre ficticio), 40 años

«Me creí todo y antepuse la religión a mi familia»

Flor (nombre ficticio), de 40 años, le pasó al contrario que a la mayoría. Ella no nació siendo testigo, sino que con 15 años, por cuenta propia, se interesó en ellos. Le pasaba como a muchos niños: tenía inquietudes, se preocupaba por el propósito de su vida. De familia católica y practicante, ella solo quería ser una buena cristiana, pero tenía dudas. Se interesó por los mormones, los evangelistas, todo, hasta que una amiga suya le habló de los Testigos de Jehová.

Víctimas testigos de Jehová

Una tarde, fue a casa de su buena amiga y se encontró a dos testigos sentados en el sofá. «Me puse a escuchar lo que decían y me gustaba. Me gustó la manera en que hablaban, eran personas educadas, y la respuesta que me daban fue la más convincente que había escuchado», rememora. Entre las cosas que fue aprendiendo durante su curso personalizado, se le decía que la masturbación no estaba permitida, que las relaciones prematrimoniales no se permitían y que había que predicar la honestidad.

Su formación la compaginaba con sus estudios de Bachillerato. Empezaría pronto a predicar, casa por casa. Recuerda que en esa época tenía muy baja autoestima, un tipo de perfil emocional «fundamental para convertir a las personas», aclara. Flor se sentía muy comprendida por esta comunidad: «Cuando les decía que me sentía diferente, ellos me argumentaban que era normal, cada vez me daban más cariño y atención y se preocupaban por mi estudio». Cuando comentó la decisión a sus padres, católicos, lo recuerda como un «boom», pero a los 18 se bautizó como testigo y ahí comenzaron las complicaciones.

No solo lo cuenta Flor, sino todos los testigos que han participado en este reportaje, aportando documentación y textos: La mujer testigo pasa a un segundo plano, como le pasó a Flor. Ella añade que «el varón es la cabeza de familia y un liderazgo en la Iglesia. Las mujeres podemos ascender pero es muy complicado, por eso intentas casarte con un alto cargo, y es ahí cuando tu papel puede ser de colaboradora».

«El varón es el que tiene la última palabra, y si él no sabe pensar, que me pasó a mí, pues yo llevaba los pantalones en casa, te tienes que joder. Porque es lo que diga tu marido. De cara a la galería, éramos un matrimonio perfecto, él era un excelente cabeza de familia, pero de puertas para dentro no era así. La palabra que nos inculcan es 'sumisión porque si no, entristeces a Jehová'». Flor se cansó de todo esto, vio que era una «pantomima» y a los siete años de matrimonio pidió la separación.

«En el momento que sales, eres un apóstata. Yo construí con ellos 15 años de mi vida y perdí todo». Durante los siguientes años, hasta ahora, ha necesitado un proceso de adaptación. Se quedó sin amigos, tuvo que buscarse un trabajo para mantenerse sola y tuvo que ir a terapia. Su primera borrachera la tuvo a los 32 años.

Para ser expulsada, como a todas las víctimas, les hacen un juicio y les dan siete días para apelar la sentencia que hacen sobre todos ellos: la de expulsados. Una de las cosas que más valoró es que su familia le recibió con los brazos abiertos. Ahí se dio cuenta que «me creí todo de los testigos, y antepuse la religión a mi familia». A día de hoy, cree que todas las religiones son un negocio. «Sí creo que existe Dios, pero creo más en el Universo, de que hay algo, que todo pasa por algo, pero ninguna religión es verdadera: ni católicos, ni budistas, ni nadie».