El féretro de Elmyr de Hory, portado a hombros por sus más allegados en su funeral, en Eivissa.

Cuarenta años después de su suicidio –aniversario que se cumple hoy, domingo 11 de diciembre–, el enigma de Elmyr de Hory, el famoso falsificador que recaló en Eivissa hacia el año 1960, sigue manteniendo en vilo a los amantes del arte pictórico y, en especial, a quienes siguen de cerca el tenebroso mundo de las falsificaciones de obras de arte.

Para mí, el expresado aniversario trae a mi mente, con vigor, la última conversación telefónica que sostuve con él, el día antes de su muerte, desde el teléfono de mi despacho, en la que le comuniqué que la Audiencia de Palma iba acordar su extradición a Francia, con lo que la Justicia española accedía así a un nuevo requerimiento del Gobierno francés. En efecto, el entonces presidente de la Audiencia Provincial, Ignacio Summers, que había presidido la vista celebrada hacía unos días para la decisión de tal solicitud de extradición, me acababa de dar a entender (antes de que la decisión judicial fuere oficial), que, esta vez, (tras su denegación en dos procedimientos anteriores), el Tribunal había decidido conceder la extradición interesada, lo que implicaba, claro está, la conducción del interesado a París, para ser entregado a las autoridades judiciales francesas y ser sometido a juicio.

Recuerdo que mi conversación con Elmyr fue breve, en contra de lo que era habitual, dado su carácter extrovertido y su natural locuacidad; y que, desde luego, no me dejó margen, en aquel momento, para recordar lo que el propio Elmyr me había dicho en diversas ocasiones, a lo largo de los contactos que con él tuve, a través de varios años, en Palma y en Eivissa: «De ninguna manera quiero ir a Francia, porque ello sería mi muerte». «En la prisión de París, nada más entrar, me asesinarán».

Fue al día siguiente, cuando una llamada telefónica de Mark Forgi, su secretario personal y amigo –y luego heredero–, me inquietó sobremanera, al comunicarme, con bastante tranquilidad, que Elmyr, la noche anterior, tras escribir una serie de cartas, se había tomado unas pastillas, y que… dormía profundamente.

Ello motivó que yo, con mi mayor energía, le increpase para que inmediatamente le trasladase a una clínica, para su debida asistencia. Lo cual, al parecer, dicho Mark hizo, aunque tardíamente (en aquel tiempo en Eivissa no había ambulancias, ni centros de ‘urgencias’), por lo que nada pudo hacerse para salvarle la vida.

Pienso yo ahora que, en aquel momento de su muerte, el embrujo de Elmyr se potenció. Y que quien, hasta entonces, había sido un personaje popular en Eivissa, un tanto excéntrico, megalómano, histriónico, amigo de la jet set de la isla (léase, Ursula Andress, la princesa Smilja Mihalovich, Abel Matutes…) y protagonista del documental Fake de Orson Welles, entró en el mundo de la leyenda. Al propio tiempo que la casa en la que vivió, La Falaise, en la zona de Los Molinos, escenario de muchas glamurosas fiestas, se convertía en polo de atracción de quienes vieron, y ven, en Elmyr a ‘uno de los más grandes falsificadores del siglo XX’.

La verdad es que él, siempre –y no descubro ningún secreto profesional– me sostuvo (y Pedro Serra Bauzá es testigo excepcional de ello) que pintaba al estilo de Matisse, Modigliani, Picasso, Renoir… sin pretender suplantación ni falsificación alguna; añadiendo que fueron sus marchantes Lessard y Legros –quienes, por cierto, muy infieles, consiguieron hacerse con la villa La Falaise– los que –me decía– se aprovecharon y trucaron numerosas obras suyas, atribuyéndolas a los más cotizados pintores del momento, y dando pie con ello a la intervención de la Justicia francesa.

Aunque, por otro lado, no puedo ocultar que, en algunas ocasiones, jactanciosamente, Elmyr me había comentado: «A mi muerte, los directores de los principales museos de arte moderno del mundo temblarán», refiriéndose a pinturas salidas de sus pinceles que, tras pasar rigurosos controles de autenticidad, se exhibían (y se exhiben) en tales museos como obras atribuidas a los más famosos artistas mundiales del arte moderno.

Como tampoco puedo olvidar que el magistrado Angel Reigosa (posteriormente presidente del Tribunal Superior de Justicia de Baleares), que era el juez de Ibiza en los años del apogeo de Elmyr y que, en funciones judiciales, hizo varios ‘reconocimientos’ exhaustivos en su casa, me comentaba, años después, que no consiguió ver el estudio o taller en el que Elmyr debía trabajar para el pintado de sus cuadros.

Todo ello refuerza la conclusión de que, incluso transcurridos cuarenta años de su desaparición, el enigma sigue envolviendo la portentosa figura de Elmyr de Hory, incluidas las circunstancias de su muerte. Al propio tiempo que, paralelamente, se constata que crece el interés por conocer numerosos puntos oscuros de su vida –una vida ciertamente turbulenta–, y se agranda la indiscutible admiración que muchos sentimos por su obra.

(*) Abogado, defensor de Elmyr de Hory