Es cierto que en alguna ocasión Tamara ha pernoctado en la casa de su madre pero no porque no quisiera compartir catre con su marido, sino porque cabe recordar que Isabel Preysler no es una figurita de Lladró sin sentimientos. También es madre y requiere las atenciones y mimos como cualquier otra.
Isabel abraza a la soledad sin grandes quejíos, pero poder disfrutar de sus hijos, de compartir instantes con ellos, la rejuvenece, la hace sentir especial. Además, la relación de Tamara e Isabel es tan estrecha que la influencer-chef-socialite-contertuliana suele agendar reuniones en la casa familiar.
Se pone el foco en que también Íñigo frecuenta mucho el ático en el que convivió con Tamara antes y después de la unión eclesiástica. Ironizan con el motivo que lleva al empresario a pasar horas en esa vivienda haciendo creer poco menos que aquel lugar es un picadero en el que Íñigo desnuda mujeres como quien quita el incómodo plástico del salchichón. Y no. Sus valores son más profundos y su compromiso con Tamara, inquebrantable.
Onieva decidió instalar ahí su despacho profesional, el lugar en el que dar forma a los proyectos en los que está trabajando. Hace números, entabla decenas de conversaciones telefónicas y sale a reuniones que normalmente se producen al mediodía. Está a punto de dar a conocer un nuevo comienzo hostelero. Tienen la vida bastante más organizada de la que la tenemos quienes nos dedicamos al fisgoneo nacional y eso, al parecer, resulta exótico, extraño y noticiable.
Este fin de semana, la pareja estuvo de cumpleaños en Barcelona. El viernes visitaron el museo Miró y el domingo reservaron para comer en uno de los mejores restaurantes de la ciudad condal. Fue entonces cuando, empujados por el bla bla bla inagotable, decidieron compartir una foto en las redes sociales. Juntos. Sonrientes. Silenciando el chauchau tan ruidoso como pretencioso. "No sé, creo que me tendré que acostumbrar a que esto sea cíclico", me dice una Tamara harta del bullicio que genera cualquier acción. O inacción.
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