Si no está ocupado, el funcionario entrará en el aseo, se pondrá de cuclillas y buscará la información en la base de datos.
La paciencia de los trabajadores de los juzgados de Eivissa no conoce límite. Han desarrollado tal grado de estoicismo que, pese a trabajar en el edificio judicial más deplorable de toda España, siguen sin declararse en huelga. Da pena escucharlos. «Es muy difícil encontrar algo tan cutre en otra ciudad española», asegura Juan Nieto, del sindicato CSIF. Para encontrar sedes judiciales en condiciones similares a las de Eivissa hay que viajar y buscar bastante lejos. Tanto los representantes de los funcionarios como el juez decano y los directores insulares llevan lustros denunciando esta situación tan triste, pero Eivissa continúa olvidada. En privado, los funcionarios dicen que si algunos políticos pusieran sólo la mitad del empeño que dedican a mejorar sus negocios privados, hace años que Eivissa tendría unas instalaciones judiciales de cuatro o cinco estrellas. Por el momento los funcionarios se conformarían con que los fluorescentes no se les cayeran en la cabeza y con estar seguros de que no les va a provocar un cáncer el amianto que se quema en el interior de los tubos de la calefacción que, huelga decirlo, está estropeada y, por supuesto, no hay dinero para cambiarla. Por no haber no hay ni 30 euros en la caja de gerencia para instalar un teléfono en la Fiscalía. Hace meses que los fiscales no escuchan ering ring del aparato, y no es porque nadie les llame. En una sala de juicios declara el acusado mientras el fluorescente se descuelga del techo y explota contra el suelo. En la sala de enfrente no pueden grabar en vídeo porque alguien robó el aparato y, por supuesto, no hay dinero para uno nuevo. Faltan cristales y en su lugar se colocan chapas de madera o cartón. La isla crece y los problemas también, pero los juzgados no, permanecen inmutables desde hace décadas. En el edificio ya no queda sitio. Una anciana que fue violada espera a que empiece el juicio sentada frente a su violador. Los objetos robados se amontonan en los pasillos junto a los libros que ya no tienen lugar en las estanterías. El público tiene que sortear en los pasillos las bicicletas, vídeos, jeringuillas, documentación y todo tipo de artilugios decomisados por la policía. Son las pruebas de los delitos, que ya no caben. Los funcionarios atienden con vergüenza, como si tuvieran la culpa, y el público reza para que nunca tenga que ser juzgado en un lugar que recuerda por su aspecto a un calabozo franquista. Algunos jueces han tenido que trabajar detrás de un biombo porque no había despachos. Cada vez que cae una tromba de agua se inundan la forensía y los calabozos. Las filtraciones de agua causan cortocircuitos en los ascensores y los funcionarios prefieren desconectarlos antes de que alguien se quede encerrado o el elavador se venga abajo.
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