Voluntarios realizando labores de limpieza en las calles de Picanya, Valencia.

«Yo no he vivido un tsunami pero lo que sufrimos aquí la noche del martes -día 29- fue una auténtica barbaridad. El agua entraba por todas partes y tuvimos que subirnos a la planta de arriba para sobrevivir; veíamos que moríamos ahogados». Diez días después de la devastadora torrentada causada por el paso de una DANA, Carmen, vecina de Picanya (Horta Sud), continúa colapsada por la tragedia.

«Pasamos mucho miedo aquella noche y lo que vino después fue un horror. Estuvimos prácticamente incomunicados dos días sin comida ni agua», rememora con los ojos vidriosos y trazos de barro en su rostro. Trazos de fango que marcan en las paredes la altura que alcanzó el agua. Carmen trata de recuperar pertenencias que tenían en la planta baja mientras su marido se encuentra con los efectivos de la Agrupació de Defensa Forestal que bombean el agua acumulada en el garaje. Forman parte de un convoy llegado desde Alella. Fuera, en la calle Aldaia, una treintena de voluntarios suman fuerzas para sacar todo el agua y el fango acumulado. «Aquí hay trabajo para largo pero toca estar», apunta Sandra, estudiante que ha llegado a primera hora desde Valencia equipada con botas de agua, mascarilla y barredera. Ella y otras tres amigas achican agua formando una escuadra con otros jóvenes como Samuel o Kone. «Esta gente lo ha perdido todo y si está en tus manos es una obligación ayudarles en lo que sea», apuntan.

«¡Aquí tenemos guantes, mascarillas, cepillos, agua, zumos y comida para repartir!», apunta Mireia desde la Pick-up del grupo de la ADF llegado desde Cataluña. Pasan unos minutos de las 10 de la mañana, el cielo está gris y en algunos puntos ha lloviznado pero la llegada de voluntarios es incesante. En la paralela calle Paiporta, idéntico escenario: trabajo frenético en medio del drama en una zona de unifamiliares que fue arrasada por la crecida del barranco del Poyo. La movilización es máxima pero la huella de destrucción todavía es muy visible, especialmente en las arterias laterales como la avenida de l’Arenal, en cuyos márgenes se acumulan vehículos reventados y toneladas de enseres destrozados.

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A unos 300 metros se encuentra el pabellón municipal reconvertido en uno de los puntos de abastecimiento de materiales y víveres. En dirección contraria se encuentra la avenida Primavera, la vía de acceso al núcleo urbano, separado de la zona industrial del municipio por el puente que resistió la embestida de la crecida. El puente que conectaba con la antigua carretera de Valencia es el único que se mantuvo en pie. La crecida se llevó por delante las otras cuatro pasarelas que conectaban el pueblo.
«Fue algo brutal. Entró una ola de más de dos metros que se llevó todo por delante», revive Carlos, vecino de la avenida Primavera. Afortunadamente no sufrieron daños físicos pero su vida y la de su familia está hoy amontonada frente a lo que era su hogar. Diez días después, la indignación es máxima pero también es máximo el agradecimiento a la riada de voluntarios que desde hace diez días se han volcado con la zona cero de la tragedia.

«La gente está más viva. Ha pasado ya más de una semana. Lo hemos perdido todo pero el ánimo es otro», remarca Eusebio, vecino de 84 años que ha vivido otros episodios «pero nada que ver con esta torrentada». Junto a él, una leyenda de gratitud pintada con barro, el mismo barro que cubre todas las calles del municipio.

«El sábado era algo parecido a una romería: miles de personas caminando desde la avenida Quart de Poblet y otras pasarelas para llegar a Picanya y el resto de pueblos como Paiporta, Aldaia, Massanassa, Benetússer...», apunta Samuel. «Hoy no es la marea solidaria del fin de semana pero seguro que mañana (por hoy) vuelven a venir en masa», señala mientras regresa a casa por una carretera prácticamente libre de coches -sólo tienen acceso permitido los vecinos de la zona y los vehículos de ayuda oficial-. La pasarela sobre el nuevo cauce del río Turia marca el tránsito entre la luz y la oscuridad.