Tengo alergia a la lejía y al amoniaco. También a las almejas, a algunas frutas y hortalizas y a los lácteos, pero eso me preocupa menos porque no creo que en la «nueva normalidad» rocíen con ellos sillas, mesas y todo tipo de superficies. Por eso, y a pesar de los consejos de Donald Trump, rehúso beber cualquiera de esos productos y mucho menos mezclarlos para protegerme contra el COVID-19. Su olor ya me alerta del peligro y he llegado a sufrir molestas irritaciones en zonas pudorosas tras visitar algunos inodoros.
Y eso que les aseguro que mi pasado de pueblo me permite ser capaz de miccionar a mucha distancia del retrete, con técnicas aprendidas en una infancia donde algunos bares tenían un agujero en el suelo y la marca de dos huellas como único excusado. Pero, como dice mi madre, le he salido bastante pija y ahora los problemas se me amontonan. Ahora no solo tendré que asegurarme dos veces de que una hamburguesa no lleve queso, cebolla o pan que, por algún motivo que no entiendo, se ha elaborado con leche o mantequilla, sino que deberé tener cuidado para no apoyar los codos en ninguna superficie. Cada vez que veo aparecer a un camarero (o camarera) con una bayeta me echo a temblar, aunque creo que es una sensación recíproca que irá in crescendo. Por eso creo que voy a seguir con la desescalada a lo Luis Fonsi, cenando con mis amigos en su casa o en la mía, a la antigua usanza, y agradeciéndoles que se sepan de memoria todas mis taras para poder brindar sin miedo a los efectos secundarios.
Dicen que estoy un poco psicótica, y mi tribu de Aranda no entiende que yo, que puedo, renuncie a degustar un buen café en una terraza. Por mucho que les hablo de responsabilidad y de ser cautos en la vuelta al mundo real, me recuerdan que los pequeños comercios y restaurantes nos necesitan y que debemos ayudarles pagando los cafés a cuatro euros (creo que eso lo dicen porque se han olvidado de los precios de Ibiza). Fíjense si les entiendo, que soy autónoma y pequeña empresaria, pero las imágenes del lunes de grupos abrazándose, sin mascarillas ni guantes y olvidándose de los más de 25.000 muertos al amparo de una caña me dan cierto repelús y se suman sin remedio al resto de mis intolerancias.
Anoche me emocioné con el secreto ibérico, con la ensalada mágica (porque no podría decirles todos sus ingredientes) y con las focaccias de mi vecino Fer (que ya saben que es cocinero y juega con ventaja), con las sonrisas de nuestras ahijadas Julia y Anna y con las miradas cómplices y llenas de afecto de Jana y precisamente por ellos, por toda la gente que me importa y que durante este confinamiento me ha demostrado lo esencial que es en mi vida, seguiré tirando de Nespresso hasta que despertemos del todo de esta pesadilla.
Hoy me ha llegado un regalo de mi socia, Marta, que tendría que haber recibido el 27 de abril por mi santo. No sé qué me ha gustado más, si lo inesperado o su contenido. Era una colección de plumas de lettering, una nueva afición que me he sacado de la manga para intentar dominar mi horrenda caligrafía, y distintos cartuchos de tinta de colores con los plumines cambiables para crear líneas más finas o más gruesas. Se trata de la metáfora perfecta para trazar lo que nos espera, un camino que deberemos escribir despacito y con buena letra.
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