La proliferación de los Grandes Hermanos en la tele no tiene fin. No voy a ser yo quien los enumere, menudo rollo, además da igual, casi todo se acaba convirtiendo si es que no nace desde el principio.

Elena Ruiz Sastre

Grandes Hermanos embadurnados de salsa rosa hasta la bandera, chapotean en los platós de todas las cadenas compitiendo por el colmo de la mala educación, de lo soez, de la grosería o del mal gusto. Unos cantan, otros critican a famosos, otros se construyen su fama sobre el disparate, otros buscan pareja, otros la casa de su vida, otros quieren ser modelos, otros persiguen la supervivencia en una isla desierta, hay de todo. Da igual cual sea el tema, lo que caracteriza a todos los concursos y a sus protagonistas es la total vulgaridad de sus comportamientos, la carencia de valores, la falta de interés de sus conversaciones, el materialismo de sus ambiciones, la falta de idealismo, de cultura, de riqueza particular y personal o la casi nula imaginación, por no hablar de la falta de gracia, de sentido del humor, de generosidad o de nobleza, entre otras muchas posibilidades.

«La convivencia es dura», dicen los presentadores de tales programas habitualmente, como queriendo justificar alguna acción especialmente detestable; que lo suelen ser la mayoría. Es dura, claro que sí, pero no por ello está justificada la murmuración constante, la descalificación, la deslealtad, la traición, la mentira, la falsedad o el insulto. Es dura precisamente por eso.

La primera pregunta es si de verdad de puertas para adentro todos somos así de impresentables. ¿Acaso frente a una cámara no deberíamos mostrar nuestro lado más civilizado? Siempre he creído que los escenarios públicos obligaban en cierta manera a actuar y parecer socialmente aceptables, a hablar correctamente, a ser mesurados en las opiniones, ecuánimes, educados, amables. Parece que estaba equivocada.

Todo se teatraliza, nadie sabe hasta que punto los personajes son así o siguen un guión, si todo es un pacto o hay lugar a la espontaneidad. Es precisamente en esa ambigüedad en donde se mueve el interés que despiertan los Grandes Hermanos. Todo es una parodia. La parodia ha sustituido cualquier estrategia crítica, inteligente o humorística.

Las noticias terminarán siendo Gran Hermano; algunas lo son ya. Hay medios de comunicación muy aficionados al arte de la colusión. El recién celebrado Festival de Eurovisión ha demostrado hasta que punto estamos capacitados para asistir sin sonrojarnos a la ceremonia de la confusión. Paises del Cáucaso parodiando melodías de pop occidental y países europeos parodiando melodías orientales y en medio un chiki chiki delirante. El arte de exponer la vida o se reinventa o nos mata de aburrimiento por no decir de asco.