Del cerdo gustan hasta los andares. El refrán, muy extendido en ciertas zonas de la península, resume de forma coloquial la devoción que se tiene por un animal que desde la noche de los tiempos y durante muchas décadas ha sido base de la nutrición de miles de familias. Y aunque en menor medida que en lugares con climas más secos, donde los vientos frescos favorecen la curación de los embutidos, las Pitiüses también son dadas a las matanzas. Las migraciones del campo a la ciudad, con el consecuente crecimiento de los núcleos urbanos, ha dejado atrás un tiempo en el que cada casa criaba un cerdo al que después sacrificaba para hacer con su carne todo tipo de productos con los que pasar buena parte del año. Religión aparte, la matanza se convertía en un ritual en el que participaban desde los más pequeños hasta los abuelos pasando por los vecinos y amigos. Un evento en el que todos arrimaban el hombro. Hoy en día son las menos las zonas que siguen conservando esta tradición, que ha menguado en proporción inversa al crecimiento de la industria, pero todavía se encuentran regiones que conservan su esencia. O en las que crece, como ocurre en la localidad de Sant Joan de Labritja gracias a la Asociación de Padres y Madres de Alumnos del colegio de la localidad. Por cuarto año consecutivo, durante este fin de semana se lleva a cabo una iniciativa puesta en marcha por este grupo de tutores y que se está convirtiendo en una cita obligada para los amantes de las viejas costumbres. Hace cuatro años se les ocurrió la idea de organizar una matanza para recaudar fondos con los que sufragar las actividades extraescolares de sus hijos, y tuvo tanto éxito que desde entonces se repite todas las temporadas de forma ampliada: ni más ni menos que 700 kilos de carne se han extraído de los tres cerdos sacrificados para satisfacer la demanda de los que se acercan hasta el colegio para comprar butifarras, sobradas y degustar la frita de porc y el arroz de matanzas.

I. Muñoz