Corriendo porque no llegábamos a tiempo, Cristina Cuevas, la
fotógrafa, y Patricia Esteve, yo misma sorteando las dificultades
del camino que nos llevaba al «Joven Angel», el barco que nos
conduciría a un lugar recóndito para que desde allí, nos
sumergiéramos en las profundidades de la isla. Zarpábamos rumbo a
un lugar desconocido para practicar submarinismo, una actividad
lúdico-deportiva que jamás había practicado. Entre optimist y
veleros salíamos de la Bahía de Sant Antoni hacia un lugar del que
posteriormente supimos su nombre: «Cala Minga», una calita de
díficil acceso por tierra ubicada entre Cala Salada y Punta Galera.
Junto a una treintena de personas: un grupo de ingleses, otro de
sordomudos y únicamente seis españoles nos adentrabámos en alta
mar.
Nathalie, Nicolás, David y Jaime eran los instructores titulados
que dando clases en la Sirena Club School de San Antonio, harían
más que ameno el viaje. Llegábamos al lugar y por grupos hicimos
las inmersiones. A los españoles nos tocó en el tercer grupo y
mientras los monitores repartían el equipo necesario, unos
escribíamos, otros hacían fotos y la mayor parte de los turistas
disfrutaban del paisaje. Nicolás nos había estado explicando el
funcionamiento de los distintos elementos: gafas de buceo, aletas
para poder desplazarse con más soltura por aguas ibicencas. El
regulador era el aparejo donde teníamos que poner los labios para
no tragar agua y la respiración debía ser lenta y profunda para así
el aire expirado se tradujera en burbujas. El manómetro indicaba
cuál es la cantidad de aire que nos queda en la boquera y
finalmente con las señales y demás instrucciones nos entendimos
perfectamente bajo del mar.
Ya había llegado nuestro turno, íbamos a sumergirnos por primera
vez. Equipadas hasta los dientes, Cristina y yo saltábamos al mar;
dejábamos la cámara y el cuaderno aparcados por momentos y
disfrutamos del paisaje marino. Las risas fueron continuas, sobre
todo al principio; llegamos a pensar que las bombonas no contenían
oxígeno, si no helio. Nos equivocamos, los cinco minutos de toma de
contacto eran los que habían provocado tales distracciones.
Empezaba el bautizo. No creí encontrar mucha vida a 4 metros, pero
estaba equivocada: peces, pulpos, estrellas de mar, de todo lo que
en películas había visto y de todo aquello sobre lo que me habían
hablado lo podía ver y tocar. Colores muy vivos y especies para mí
desconocidas fue con lo que me topé. No me olvido de Cristina, pero
no la veía. No quería despegarme del grupo tampoco, pero fue
durante unos minutos los que no la vi. Pasados estos la encontré,
emergía de las profundidades junto a uno de los monitores dándole
las instrucciones para sumergirse. Buceamos durante tres cuartos de
hora. Fue apasionante. De vuelta Valeriano y Javier, dos amigos de
Villajoyosa con los que habíamos mantenido una amistosa
conversación, comentaban: «No habíamos practicado nunca
submarinismo, es la primera vez y nos ha encantado, ha sido una
experiencia única que no gustaría volver a repetir». A a su lado,
Alberto Muñoz, para el que también era su primera vez confesaba
emocionado: «Ha sido increíble, con esta inmersión he vuelto a
nacer». Me acojo a estas declaraciones y constato lo mismo:
«Precioso».
Patricia E.
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