Aunque se haya dicho tantas veces, no está de más repetir que en Eivissa todo se queda pequeño. Es -por decirlo de alguna manera- una curiosa consecuencia de la manera de funcionar de los políticos del pasado, aunque posiblemente también de algunos del presente. Eran, ahora está claro, gente que pensaba que cuando se construía algo duraría para siempre, como las pirámides. Ha pasado con los juzgados, con Can Misses, con las distintas dependencias policiales, con el puerto o, incluso, con el aeropuerto. Pero la cosa no es, o no debe ser, así; hay que construir y prever; cada año hay que actualizar y mejorar, porque los que vivimos en estos años no estamos dispuestos a soportar lo que a otras generaciones anteriores les parecía normal. Las sociedades crecen y aspiran, además, a que sus ciudadanos vivan mejor. Esta semana hemos vivido una situación surrealista y hasta bochornosa. El hecho de que un inspector de Trabajo tenga que desplazarse a Eivissa para examinar el estado en el que los funcionarios de Justicia tienen que desempeñar sus cometidos es kafkiano. Sobre todo cuando, siendo responsable de ello, el Estado es capaz de destinar ingentes cantidades de dinero procedente de los contribuyentes a cuestiones de menor importancia que el ámbito jurídico, uno de los pilares de la sociedad que marcan la inmensa diferencia (más que la económica, incluso) entre los países desarrollados y los no desarrollados. Si hemos mimado tanto al poder legislativo (la sede del Senado en Madrid es de ensueño) y el ejecutivo es quien decide siempre el cómo y el cuánto, no tiene ningún sentido que tenga que ser el judicial el que se arrastre en semejante condición. Es difícil saber qué pasará con la inspección porque no se pueden descartar presiones que encaucen en positivo la situación, pero sería tan saludable como grave que se aprovechara para dar ejemplo y se dictaran medidas ejemplares, en caso de estar suficientemente argumentados, como el cierre de una o varias zonas del inmueble. Más que nada para ver si en Madrid o en Palma alguien se decide por fin a arremangarse y a entrar en faena de una vez por todas. El asunto, está claro, no es único en España sino que se repite en casi todo el territorio nacional, pero sí que el hecho de que suceda en un lugar que tiene una progresión social tan importante tiene una especial significación. En este caso, no es sólo una cuestión de comodidad del empleado público, sino de algo más trascendente y sagrado como la higiene o, todavía más grave, de seguridad; hay mosquitos y un olor nauseabundo, pero también una situación absurda en la que los denunciantes tienen que prestar declaración a pocos metros de un agresor. Quién ha de sufrir el trance de tener que acudir a la Justicia merece mucho más respeto y garantías de las que en Eivissa se ofrecen y la situación tiene que invertirse alguna vez. Por surrealista que parezca.
José Miranda