A finales de los sesenta tuve un anillo en forma de delfín. Se enroscaba al dedo, como si lo abrazara; en movimiento constante, parecía estar saltando; como los que acompañan a los barcos me llevaban a Ibiza, donde lo había comprado. Con su boca entreabierta daba la sensación de estar hablando, diciendo algo sin perder la sonrisa. Era un anillo afable.

Esas mismas imágenes son las que desde antiguo relacionan al Delfín con el movimiento y la comunicación, dos actividades por otra parte ligadas entre sí en forma indisoluble. Alguien vio el anillo y preguntó si sabía qué representaban los delfines: «Son la reencarnación de piratas arrepentidos», me dijo. La imagen resultaba sugerente y con ella me he quedado. Después supe que unos piratas borrachos tras atar a Dionisos al mástil de su barco, cayeron al mar y se convirtieron en delfines. Parece que por ahí va la historia.

Esta leyenda es un símbolo de cambio regenerador, el sentido del cambio prudente. Lo mejor que puede sucederle a quien va a matar a alguien con una pistola es sin duda que no se le dispare. El hombre cabalga el delfín en muchas representaciones del arte griego, ya que hay muchas leyendas de hombres salvados del mar por los delfines. No es de extrañar que en la iconografía cristiana veamos también a Cristo representado por un delfín. Ellos son quienes veloz y fácilmente nos salvan y nos llevan a una vida mejor.

El mediador es el bondadoso delfín, su aspecto nos despierta simpatía. Entre ellos van en grupo sin estorbarse, no son violentos, aunque indudablemente son fuertes, grandes. Lo más característico, a parte de su grácil velocidad, es su capacidad comunicativa; parece ser que después de los humanos son los seres que tienen un código de lenguaje más rico y eficaz.