Cuando empezaron el curso de labores eran nueve alumnas, siempre mujeres. Ahora cinco meses después sólo quedan tres. «Pero se debe al ritmo de vida que llevamos en Eivissa. En cuanto comienza la temporada, la gente va como loca y no tiene tiempo», explica Catalina Reynés, la profesora de este curso. Y es que las prisas y el estrés al que se refería Catalina no son compatibles con unos trabajos que requieren de mucha paciencia.

Francisca Párraga, una de las alumnas, aprendió a hacer bolillos a los seis años. «Luego me casé y lo dejé, pero al final coincidí con Catalina y comencé a practicar de nuevo. En mi casa también lo hago, me pongo delante de la televisión y sólo la escucho, la vista la tengo fija en los hilos, los bolillos y los alfileres. Puedo pasar horas y horas. Es algo que me relaja mucho», comenta Francisca, sin dejar ni un momento de trenzar los bolillos de madera. Esta labor, que según la profesora ya se practicaba en la antigua Grecia, es la más compleja de todas. Trenzando los bolillos de cuatro en cuatro (una labor puede llegar a tener 400 bolillos) y pinchando cada punto con un alfiler, se llegan a elaborar minuciosos adornos para sábanas, toallas, manteles o abanicos.

En estas últimas clases, otra de las alumnas, Prátxedes Vallespí, se concentra en terminar su labor de punto mallorquín, y Mercedes Freixes da sus últimos toques a su lámpara de macramé. Cuatro horas a la semana en las que la conversación se mezcla continuamente con los precisos movimientos de manos. Y muy a menudo surge esa misma idea: estos trabajos se acabarán perdiendo porque la gente joven no se interesa. «Mi nuera siempre me dice que es muy malo de planchar, que no tiene tiempo», aclara Mercedes. La respuesta de Catalina no tarda en llegar: «Sí, pero luego bien que le gusta a todo el mundo que se lo regalen, ami família le encanta». Al grupo le gustaría mostrar sus trabajos en una exposición, pero este año no saben si podrá ser.