Cincuenta y ocho presos republicanos fallecieron en la colonia
penitenciaria de Formentera entre abril de 1941 y octubre de 1942,
la mayoría por hambre o a consecuencia de enfermedades derivadas de
las pésimas condiciones sanitarias e higiénicas del centro, que
provocaban el debilitamiento progresivo del enfermo hasta su
muerte. Veinte de los casos fueron por «caquexia», un eufemismo que
el régimen franquista institucionalizó en las cárceles donde
encerraba a los «rojos» y que servía para maquillar las numerosas
muertes que se registraban por hambre. Ese término es equivalente a
«estado de debilidad extrema» o a inanición. La Colonia batió
records de defunciones respecto a otras peninsulares de negro
recuerdo: el ritmo de casi cuatro muertos de hambre por mes se
alcanzó también en Ocaña y en Talavera, en las que en una década se
produjeron 680 fallecimientos. La cifra es dramática si se compara,
por ejemplo, con las defunciones registradas en Formentera durante
el año 1998: 43 difuntos.
La primera muerte se produjo el 24 de abril de 1941, poco tiempo
después de que se pusiera en marcha el centro. Se trataba de un
vecino de Don Benito, en Badajoz, provincia de donde procedía la
mayoría de los muertos oficialmente registrados en el Ayuntamiento:
en total, fallecieron 36 extremeños, 10 murcianos, dos alicantinos,
dos canarios, un madrileño, un mallorquín, un barcelonés, un
valenciano y un solo ibicenco: el «cafetero» Antonio Tomás Marí,
muerto a los 49 años de «colapso, enteritis».
No hubo más muertos pitiusos, al menos oficialmente. Testigos de
la época consideran que eso se debió a que los ibicencos tenían la
dicha de recibir alimentos de sus familiares, mientras que los
peninsulares, algunos de los cuales llegaron en pésimas
condi-ciones, apenas se nutrían con la escasa comida que se servía
en la colonia penitenciaria, de ahí los fallecimientos por
inanición, uno de ellos por «hiponutrición» y 14 por avitaminosis.
La muerte por hambre también se maquillaba aduciendo «colapso
cardiaco», otro eufemismo común entre los carceleros
franquistas.
Las condiciones de los campos de concentración de la posguerra
eran dramáticas. Formentera no era la excepción, y aunque la
propaganda oficial aseguraba que eran un «modelo» para Europa,
posiblemente poco tenían que envidiar a los de los nazis. En
circulares secretas se reconocía que la situación era muy grave, e
incluso la Inspección General de Sanidad alertaba de las
circunstancias epidemiológicas y de la «enorme aglomeración» de
reclusos, que dificultaban las «prácticas de aseo personal
cotidiano». En Formentera, la tuberculosis hizo estragos, sobre
todo entre aquellos que ya venían tocados desde la Península.
A la entrada había un cartel con la leyenda «Disciplina de un
cuartel. Seriedad de un banco. Caridad de un convento». Al frente
del recinto se encontraba Àngel Llorente Ruiz, en el puesto de
director. Según uno de los presos, el formenterés Juan Ferrer Marí,
Joan de sa Punta, en vez de repartir la comida entre los presos,
Llorente Ruiz cebaba con ella a los cerdos, que luego vendía. Con
el corral como ring, puercos y hombres se disputaban los alimentos
en franca batalla. La situación era tan desesperada que algunos no
dudaban en rescatar de las heces de quienes tenían colitis los
alimentos que no habían digerido.
Del millar de presos que se cree que albergaba regularmente el
centro, decenas pasaron por el barracón de aislamiento, al que
coloquialmente bautizaron como «cementerio de los vivos», porque
allí iban a parar los enfermos de mayor gravedad, todo huesos y
piel. La mayor parte de los muertos tenía entre cuarenta y
cincuenta años. Sólo tres pasaban de los sesenta años. Los más
jóvenes tenían 22 y 24 años.
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