El ciudadano tiene derecho a saber cómo se gestiona una institución
y, sobre todo, a conocer cómo y por qué se toman las grandes
decisiones. Para ello existe la obligatoriedad de celebrar
periódicamente sesiones plenarias, en las que los gobernantes
tienen que someter a votación los temas de más importancia. Sin
embargo, y pese a que existen una serie de características comunes
-la mayoría establecidas por ley- cada consistorio constituye un
mundo con sus propias particularidades. Y eso sin hablar del
Consell.
Hay sitios, por ejemplo, donde conviene ir bien abrigado. En
otros, por contra, más vale ir fresquito porque hace un calor que
mata. Y en invierno todo lo contrario, claro. Hay sesiones a las
que más vale llegar puntual, porque por sólo cinco o diez minutos
de retraso nos podemos encontrar con que el pleno ya ha terminado.
En otras, en cambio, hay que ir armado del bocata y la botella de
agua para soportar las maratonianas discusiones que pueden alcanzar
las seis, siete o incluso ocho horas.
La variedad también se aprecia en las características de las
salas -nadie tiene, por ejemplo, una sede tan espectacular como la
del Consell- en el tono de las intervenciones -hay momentos donde
el aire se puede cortar con un cuchillo- o en la manera de regular
el debate. Tampoco el público lo tiene igual de fácil para atender
a las discusiones políticas. Encontrar sitio en Sant Antoni, por
ejemplo, es casi misión imposible. Así funcionan los debates
públicos pitiusos.
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