Cuando el amanecer significa la hora de dormir, poco importan las incomodidades. Los excesos de la noche pasan factura. Foto: Julián Aguirre.

En vacaciones parece que dormir se convierte en una de las últimas necesidades. La actividad más añorada en los momentos en los que el trabajo termina por ser sinónimo de estrés, acaba por situarse en la última escala de un edificio presidido por el vecino diversión. Cualquier sitio es bueno para echar una cabezadita: aeropuertos, bancos de la calle, jardines o rotondas, soportales, y, por descontado, la playa, son lugares privilegiados en pleno estío para descansar.

La incomodidad cuando se llega de madrugada no impide conciliar el sueño. Los extranjeros que llegan a la isla, son especialistas en presionar hasta el extremo las posibilidades de pequeños apartamentos o habitaciones de apartahotel en los que llegan a alojarse docenas de foráneos. La bañera, las colchonetas de agua o los sacos se convierten en improvisadas camas. Las habitaciones individuales son un lujo que no tiene cabida en una ciudad donde lo mínimo que se paga por ellas son 5.000 pesetas. El caso es que después de las fiesta, cada uno o de dos en dos puedan acurrucarse en algún rincón.

La familia o los amigos (que se multiplican en esta época) es otro de los obstáculos a salvar por los residentes. A veces vivir en un lugar turístico por excelencia equivale a trabajar como hostelero en temporadas. Habilitar una estancia que generalmente es un cuarto de estar en un camarote de barco o un campamento militar, son hazañas que sólo pueden darse en caso de alarma (situaciones que no son más que rutina en los meses de julio y agosto). El cariño, los sofás, las sillas juntas, las mantas y los colchones por el suelo, hacen el resto.