Los avances de la ciencia y la técnica han hecho que muchas veces
el hombre olvidara cosas que siglos atrás ya conocía que sólo, al
cabo de mucho tiempo, redescubre. Este es el caso de una planta, el
áloe vera, en la que han puesto sus ojos los especialistas en
cosmética por sus efectos dermatológicos tan espectaculares como
beneficiosos para la piel. El áloe vera, paradójicamente, es una
planta que forma parte del paisaje habitual de Formentera.
Las más antiguas representaciones pictóricas de esta plata
fueron halladas en sepulcros y monumentos funerarios del antiguo
Egipto, hace más de 5.000 años. Textos como «El Libro Egipcio de
los Remedios» describen por lo menos doce fórmulas medicinales en
las que el áloe ocupa un lugar destacado. Se piensa, además, que
era empleado en las técnicas de embalsamiento de los faraones. Pero
los egipcios no han sido únicos. Los sumerios, 2.000 a. de C.,
descubrieron sus cualidades laxantes y la propia Biblia contiene
múltiples referencias a esta planta. Los árabes fueron los primeros
en comercializarla. Un médico griego, Pedanius Dioscórides,
perteneciente al ejército romano, también alababa sus propiedades
para curar heridas eliminar manchas de la piel, detener la caída
del cabello y sanar los orzuelos, entre otras aplicaciones. En la
Edad Media, el áloe fue profusamente utilizado. Con la llegada del
Renacimiento, quedó relegada a un simple purgante.
El botánico M. Miller la «redescubrió» en el cabo de Buena
Esperanza al observar el uso que hacían los indígenas para tratar
su piel y su cabello. En los años 30 cobró más fuerza, al ser usado
para tratar las quemaduras de Rayos X y los militares
norteamericanos también se dieron cuenta de su importancia. El áloe
ahora también es útil para los cosméticos y la cura de infecciones,
aplicada incluso al Sida y al cáncer.
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