Pilar García en su casa tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pilar García (Mieres, Asturias, 1925) cumplió 100 años el pasado 15 de enero. Un siglo de vida del que ha disfrutado las últimas tres décadas en Ibiza tras haber vivido durante 40 años en Barcelona. Sin embargo, su infancia transcurrió en una pequeña aldea de Galicia mientras la Guerra Civil Española azotaba el país y, en su juventud, tuvo que lidiar con los duros años de la postguerra, así como con un duro y breve matrimonio que la convirtió en viuda cuando esta condición, para una mujer joven, podía considerarse una condena.

—Acaba de cumplir 100 años. ¡Muchas felicidades, Pilar! ¿Cuál es el secreto para mantenerse con esta energía y salud?
—Muchas gracias. El secreto no sabría decirlo. Yo simplemente he sido siempre una persona muy formal y muy disciplinada. Nunca he bebido, nunca he fumado, me he divertido mucho y siempre he tenido cerca a quienes me han querido.

—¿Dónde nació usted hace nada menos que un siglo?
—Nací en un pueblo de Asturias, en Mieres, pero pronto nos mudamos a una aldea de Galicia, cerca de Lugo, que se llama Pacios (ahora solo queda una familia allí), que es donde crecí. Mis padres, Sebastián y Generosa, tuvieron 11 hijos.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, que era asturiano, era minero. Por eso conoció a mi madre en Galicia, cuando fue allí a trabajar a las minas. En casa trabajaba toda la familia. Mi hermano mayor, Paco, tenía una fragua en casa donde fabricaba cuchillos y navajas. Mi hermana mayor, María, era modista y yo la ayudaba. El resto de hermanos trabajaban el campo, cuidaban el ganado… Al ser 11 hermanos, dábamos para todo (ríe). Mi madre iba a vender los cuchillos que fabricaba mi hermano al mercado del pueblo de al lado, Puente Nuevo, y con el dinero traía las cuatro cosas que no hacíamos en casa: alubias, azúcar, sal… Allí era donde había tiendas, además de casas un poco más señoriales. En las aldeas y en el monte solo había casas rurales, y mi madre solía coger el burro, cargarlo de cosas que no había en el campo (bisutería, golosinas, café, azúcar…) y volvía al cabo de una semana cargada de huevos, tocino o quesos. Mi madre era muy dispuesta. También sembraba en el campo o se iba a recoger a los animales. Mientras caminaba, iba haciendo punto y, cuando volvía con las vacas y las ovejas, ya tenía los calcetines hechos. Hasta la lana que tejía la sacaba hilando la lana de nuestras propias ovejas.

—Todo el trabajo que nos está contando que hacía su madre mientras su padre trabajaba en la mina y, además, se ocupaba de 11 hijos. Permítame expresar mi admiración por esta mujer.
—Así es. Además, se quedó viuda muy pronto. La mina es muy mala, y los mineros se mueren muy pronto. Mi padre lo hizo con 50 años. Mira que tenía hijos, pero era tan bondadosa que cada vez que venía un ‘pobre’ a la aldea lo acogía en casa para que pasara la noche. Recuerdo que, en una ocasión, todas las vecinas estaban discutiendo porque nadie quería darle posada a un hombre. Mi madre lo trajo a casa, lo sentó a la mesa con nosotros al lado del fuego y le preparó una cama con paja y una manta. Recuerdo que nos contó todo tipo de historias esa noche. Por la mañana, no le dejó marchar sin que desayunara con todos nosotros.

—¿A usted le tocó trabajar o pudo ir al colegio?
—Las dos cosas. Iba al colegio a otro pueblo, Monforto. Pero también ayudaba a mi hermana a coser. Un ebanista nos preparó la máquina de coser para poder transportarla e íbamos a coser a las casas con la máquina sobre la cabeza. Nos tirábamos hasta una semana comiendo y durmiendo en las casas mientras cosíamos la ropa de toda la familia: desde la ropa interior hasta las corbatas, pasando por el pantalón o el chaleco. Mi hermana hacía ropa tanto para hombres como para mujeres.

—¿Tiene un buen recuerdo de su infancia?
—Sí. Tuve una infancia muy feliz. Recuerdo que cada día, a las cinco de la tarde, pasaba el tren que iba a la mina. Cuando escuchábamos su pitido sabíamos que era la hora de merendar: era nuestro reloj (ríe). Recuerdo cuando le llevaba la comida a mi padre hasta la mina, en un cesto sobre la cabeza, caminando por el bosque hasta un pueblo cercano. Él salía a comer durante un cuarto de hora, con la cara teñida del color amarillento de lo que fuera que explotaran. Por el camino, iba recogiendo la comida de alguno de sus compañeros. Un día, por el olor de la comida, un perro se me abalanzó y me tiró la comida de mi padre. Menos mal que la madre de la familia me preparó comida para que se la llevara. Llegué un poco tarde pero, como yo era su hija favorita: su ‘Pilín’, a mí nunca me decía nada. Era un hombre duro y con mucho genio y, aunque a mí me trataba bien, no me gustaba cómo era con mi madre y mis hermanos.

—¿Tiene recuerdos de la Guerra Civil?
—Así es. Cuando comenzó yo no era más que una niña, pero terminó cuando yo ya tenía 15 años. Mis hermanos tuvieron que ir, pero tuvieron suerte y volvieron todos. Si la guerra fue mala y estúpida —unos españoles contra otros—, la postguerra nos trajo escasez y venganzas. Como siempre, a quien más le tocó perder fue al pobre. Se hacía mucho estraperlo, y es que con el racionamiento que te daban no daba para vivir sin pasar hambre. En una ocasión fui a comprar algunas cosas a unas estraperlistas de Ponferrada (para entonces me había casado con un minero y vivíamos cerca de León) y, de camino, me paró la Guardia Civil y me preguntó qué era lo que llevaba en la cesta sobre la cabeza. Yo me asusté mucho porque creía que me lo iban a quitar todo, que era lo que hacían siempre, y les dije directamente que con el racionamiento pasaba hambre. Ellos se rieron, se ve que les di pena, y me dejaron marchar.

—Nos ha comentado que se casó y que vivió en León.
—Sí, pero me casé mal. Con uno de otro pueblo que no me salió bueno: era un golfo, un mujeriego y un sinvergüenza. Menos mal que al cabo de pocos años se murió, o lo mataron o yo qué sé… Para entonces ya tenía a mi hijo César. A una mujer viuda y joven como yo, en esos tiempos, le venían a proponer muchas cosas, pero no matrimonio. A mí se me llegaron a ofrecer ser la amante de alguien importante del pueblo, pero lo eché a porrazos de casa. Así que mi madre me propuso quedarse con César para que me fuera a trabajar a Madrid a una casa donde, por cierto, siempre me trataron muy bien. Llegué a Madrid con 23 años, todavía era bien parecida y discreta, así que nadie pensó que fuera viuda y que tuviera un hijo. Allí conocí a Juan, un sevillano que era muy buena persona, y nos casamos a principios de los 50. En esa época la industria se estaba desarrollando mucho en Barcelona, así que nos mudamos allí con mi hijo César y, poco después, tuvimos a nuestra hija Pilar. Juan siempre fue un hombre muy formal, bondadoso y comprensivo. Aunque a César, tras haberse criado con su abuela, le costó un poco adaptarse, acabó adorándole. Juan era perito mercantil y trabajaba en las oficinas; yo estuve cosiendo para particulares hasta que me harté de la informalidad de la gente que no pagaba nunca y lo dejé.

—¿Vivieron en Barcelona durante mucho tiempo?
—Hasta poco después de que Juan se jubilara: unos 40 años. Mi hija se había mudado a Ibiza hacía unos años y, tras insistir bastante, convencí a Juan para vender la casa de Barcelona y comprarnos una en la isla. Ibiza es uno de los lugares que más me ha gustado. Aquí es donde murió y donde está enterrado Juan y donde espero pasar el resto de mi vida. Como siempre me gustó el baile, desde que llegué empecé a ir a bailar a los distintos clubes de mayores de Sant Antoni o de Can Ventosa. También iba a hacer gimnasia cada tarde. Pero ahora prefiero hacerla yo en casa por mi cuenta; cada día hago, por lo menos, media hora de bicicleta tumbada en el suelo.