Joaquín Tirado en el Artesans tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Joaquín Tirado (Rute, Córdoba, 1952) llegó a Ibiza siendo tan solo un niño, con buena parte de su numerosa familia, que encontró en la isla el hogar para las siguientes generaciones. Aunque coqueteó con el mundo de la construcción, su don de gentes y su vocación lo llevaron a dedicar su vida laboral a la hostelería, poniéndose al frente del bar Artesans durante más de cuatro décadas junto a María, su esposa, y sus hijos

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Rute. Yo fui el último de los siete hijos que tuvieron mis padres, Joaquín e Isabel María. Apenas pude llegar a disfrutar de mi padre tanto como me hubiera gustado, pues falleció cuando yo apenas tenía ocho años. Él solo tenía 53.

—¿De qué vivía su familia?
—Mi familia siempre se dedicó al campo, a hacer la recogida de la aceituna o el algodón en los cortijos de Córdoba o Sevilla principalmente. Mi padre siempre se llevaba a mis hermanos mayores y se tiraban, por lo menos, dos o tres meses de ‘varada’, comiendo migas y potajes y trabajando en lo más duro que os podéis imaginar. De esta manera y a través de los años, con muchísimo sacrificio, poco antes de morir, mi padre ya había empezado a poder ahorrar algo de dinero. Hasta entonces, aunque yo no era más que un niño, sí que puedo decir que mi familia pasó hambre. En el pueblo se pasaba hambre, las cosas como son, y mis padres tenían siete hijos. ¡Imaginaos!

—¿Qué hizo su familia cuando su madre enviudó?
—Lo que hacíamos todos los mursianus (tal como nos llaman aquí): coger unos autocares que llenaban de trabajadores en Rute y que iban hasta Valencia. Cada semana salía, por lo menos, uno con 40 o 50 personas que, la gran mayoría, ya no volverían a vivir más en el pueblo. Desde Valencia cogíamos el barco hasta Ibiza. Nosotros llegamos en 1964 y mis cuñados me contaban que mi madre llevó durante todo el viaje una ‘taleguita’ escondida entre sus pechos con todos los ahorros de todos esos años: nada menos que 310.000 pesetas de esa época. Intentaron convencerla de que se comprara un piso en Ibiza con ese dinero, entonces por 100.000 pesetas podías comprarte uno, pero no quiso. Al final acabó comprando uno en Barcelona, donde pasó una temporada con mis hermanas antes de volver a Ibiza.

—Entonces, ¿no se quedaron en Ibiza?
—Sí. Mis hermanas y mi madre no se marcharon hasta la crisis que hubo en el 73 y volvieron más tarde. Yo ya no me marché más, para entonces ya estaba trabajando y me enamoré de Ibiza desde el primer momento. Aquí pasé una infancia muy bonita. Vivíamos en la calle de La Virgen en un piso que tenía alquilado mi tía y donde éramos ciento y la madre. El poco colegio al que fui era por las noches en Sa Graduada. Era muy bonito recorrer el puerto con mi amigo Benjamín, que después llevó la barca de Talamanca muchos años, comiendo ese bacallà que hacían en Can Cosmi, los bocadillos del Mercat Vell. Además, cuando venían las barcas a descargar delante de Can Pou, los estibadores nos dejaban coger unas cuantas naranjas, peras o lo que fuera que estuvieran descargando. El ambiente de la calle de la Virgen también era maravilloso, con toda la gente sentada en las sillas en la calle, tomando el fresco y charlando. Lo mejor de todo era los sábados y los domingos, cuando íbamos a ponernos las botas a base de frita de freixura a Can Cucons y, después, a jugar a los futbolines al Club de los Muchachos.

—¿Cuándo comenzó a trabajar?
—El primer lugar en el que trabajé fue con 14 años en el restaurante Los Caracoles, pero estuve muy poco tiempo antes de irme a trabajar al restaurante La Solera, en la Plaza de la Tertulia, durante unos dos o tres años. Cuando tenía unos 18 años, vino una empresa para hacer la ampliación del aeropuerto y me puse a trabajar con ellos desde el 71 hasta el 73, que me tocó ir a hacer la mili. Trabajando allí, recuerdo que era un lunes después de las vacaciones se escuchó un ruido tremendo nada más comenzar a trabajar. Nadie sabía lo que había sido eso y resultó ser el accidente aéreo de Ses Roques Altes.

—¿Continuó trabajando en la construcción tras la mili?
—No. Trabajando como camarero se ganaba un dineral. Durante la mili estuve trabajando haciendo extras en distintos lugares, como en el Club de Campo o el Pío Lindo. Dejé la construcción definitivamente y, cuando terminé la mili, en el 75 me puse a trabajar durante unos cuatro años en hoteles como el Tres Carabelas o el Goleta. Allí, en el Goleta, conocí a María, una sevillana de Alcolea del Río, en abril del 76. Nos casamos en diciembre de ese mismo año. Tuvimos tres hijos, Fernando, José Antonio y Arantxa. Ahora ya tengo cuatro nietos: Unai, Alexandra, Ethan y Aitor. Cuando nació Fernando, María prefirió tenerlo cerca de su madre y estuvimos casi un año viviendo en Sevilla; ese año eché mucho de menos Ibiza.

—¿Continuó trabajando en los hoteles al volver a Ibiza?
—No. A la vuelta me puse a trabajar en la pollería Pío Lindo, con Jaume y Vicent. Allí conocí a Pep Sastre, que era un cocinero estupendo y con quien hice mucha amistad. Él fue el que me convenció, proponiéndome llevar juntos el bar Artesans, que era de Toni Sulayetes, quien también había llevado el mítico bar Noguera de Vila.

—¿Le convenció?
—Sí. Pero solo estuvimos juntos durante cinco meses. El bar no daba para mantener dos familias, a él le salió la oportunidad de llevar el bar Sa Parada y cada uno siguió por su parte, manteniendo siempre una gran amistad. Yo me quedé llevando el Artesans con mi familia, con María, que fue mi auténtico pilar, la que tiraba del carro. Fueron unos años muy bonitos, totalmente integrados en el barrio y muy unidos a todo el vecindario: Toni Maiol y su mujer, Sílvia; Bartolo, que llevó durante muchos años La Joven Dolores… Ahora ha cambiado mucho todo, pero éramos como familia.

—¿Llevó el Artesans durante muchos años?
—Hasta el 2017, más de 40 años. Ese año tuve un susto, se me paró ‘la patata’ y, desde entonces, lo lleva Fernando, mi hijo, que siempre ha trabajado con nosotros y le encanta la cocina.

—¿A qué se dedica en su jubilación?
—Yo, con poder disfrutar de mis nietos aquí, soy feliz. Me siento tan bien en Ibiza que no me movería por nada, he crecido y me he criado aquí, me considero un ibicenco más y «quan ets d’aquí, no t’en pots anar!».