—¿Dónde nació usted?
—Nací en un pueblo de Argel (creo que se llama Bab el Oued, o algo así), donde emigraron mis padres, José de Can Polonia y Josefa, que era de Alicante. De la misma manera que ahora vienen desde allí, cuando mi padre era joven hizo lo mismo, pero en sentido contrario: se fue allí en ‘patera’. Allí nació también mi hermano José María (†). El pequeño, Ramón (†), nació cuando ya habíamos venido a Ibiza.
—¿Por qué emigraron a Argelia?
—Porque eran años de miseria. Mi padre trabajaba en las salinas, cada día caminaba hasta allí desde sa Penya hasta que ya se hartó. De la misma manera que a todo el mundo le dio por marcharse, unos a Cuba y otros a Argentina, él se marchó a Argelia en un ‘llaüt’. Siempre contaba que, cuando llegó, lo trataron a palos y, cuando volvió a Ibiza, en 1962, intentaron meterle en la cárcel. Gracias a la intermediación del padre José simplemente le retiraron el pasaporte.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—En Ibiza, mi madre siempre se dedicó a la casa, además de hacer cortinas de junco. En Argel trabajaba en una casa haciendo la comida. Mi padre había estado trabajando en el desierto de Argelia sacando petróleo o gas, además de escayolista. Por eso, en Ibiza, pudo seguir con su oficio de escayolista.
—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Argel?
—Cuando volvimos a Ibiza todavía no había cumplido los siete años. Pero sí que guardo algunos recuerdos de entonces, y es que volvimos por culpa de la guerra que estalló allí. Cada vez que se empezaban a escuchar los bombardeos, mi padre me decía que me tumbara en el suelo y que jugara a hacer como que nadaba. Nos refugiábamos en el baño, que estaba en el centro y no tenía ninguna ventana. Por eso nunca he podido soportar los fuegos artificiales; las tracas finales son lo peor, ni siquiera ver las guerras en los telediarios.
—Entiendo que pasó miedo.
—Así es. Estando yo en el colegio, una mujer hizo estallar un cinturón de explosivos en la misma puerta. Mi madre vino a buscarme enseguida y, aunque un poco difusos, los recuerdos que tengo de cuando salimos son de lo más desagradable. El peor día fue cuando alguien de nuestro edificio disparó desde el balcón. Mi padre tenía una pistola en casa y apenas tuvo tiempo para deshacerse de ella tirándola por el balcón con una cuerda antes de que subieran a registrar todo el edificio. Entraron en casa armados con ametralladoras y tapados con pasamontañas, la registraron y nos dieron 48 horas para abandonarla. Yo estaba abrazada a mi madre y solo veía a esos hombres mover las ametralladoras de lado a lado.
—¿Consiguieron marcharse en ese plazo?
—¡Ya lo creo! Hicimos las maletas deprisa y corriendo, compramos los billetes y nos fuimos prácticamente con lo puesto. Solo daban el visado a mujeres, niños y a hombres heridos. ‘Menos mal’ que a mi padre le habían atacado antes y seguía herido, le dieron un culatazo en la cabeza y una puñalada en la espalda. Llegamos a Ibiza en abril, pasando por el puerto de Alicante.
—¿Cómo fue su llegada a Ibiza?
—La verdad es que fue bien. Sin embargo, unos meses después, para las fiestas de agosto, ponían una traca en Vara de Rey. Aunque mi madre le advirtió de que no era una buena idea, mi padre insistió en llevarme a verla. En cuanto empezaron los truenos salí corriendo aterrorizada, a toda velocidad hasta nuestra casa en sa Penya. Mi padre no fue capaz de alcanzarme. Eso sí, no tardé en adaptarme y, pese a no tener ningún lujo —tenía que ir a buscar el agua a la fuente o echar ‘lo del cuarto de baño’ a esa especie de plato de ducha que había bajo las murallas—, el cambio fue para mejor.
—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en sa Penya?
—Disfrutaba mucho, por ejemplo, en Sant Joan, cuando íbamos a comprar el papel a la librería Villas para hacer las banderitas, pegándolas con agua y harina, con las que decorábamos la calle. Pasábamos semanas preparándolo, pidiendo dinero a los vecinos, recogiendo muebles viejos para la hoguera... En invierno me encantaba cuando sacábamos un bidón de hierro en el que hacíamos una hoguera donde ‘torrábamos’ sobrassada junto a los vecinos de sa Penya. Una de las vecinas, María de Cas Ferró, fue la primera en tener una televisión en el barrio. En verano, cada noche abría las puertas de su casa, le daba la vuelta a la tele y todos la veíamos sentados en el callejón —‘La Perrita Marilyn’, Torrebruno, ‘Reina por un día’— hasta que nos mandaba a todos a dormir.
—¿Dónde fue al colegio?
—Fui a las monjas de San Vicente, pero no seguí estudiando. Cuando terminé, me puse a trabajar en Can Medina, la tienda de ropa que había junto a Sant Elm. Estuve solo unos seis meses antes de ponerme a trabajar en el Spar de la Plaza del Parque con Ramón Balanzat, donde estuve hasta que tuve 18 años, cuando falleció mi madre. Pocos meses después me casé con Manolo y me marché de sa Penya. Tras casarme, dejé de trabajar un tiempo, hasta que los niños empezaron a ir al colegio y, mientras tanto, empecé a limpiar algunas escaleras. Al final, es lo que estuve haciendo hasta que me jubilé hace tres años. ¡Menos mal que un par de ellas me tenían asegurada!
—Usted vivió en sa Penya durante muchos años. ¿Tiene recuerdos de cuándo se degradó el barrio?
—Ya lo creo. Mi hermano Ángel nos faltó con solo 26 años y ya os podéis imaginar por qué. A mi vecina se le murieron tres hijos por la misma razón. Hubo muchas muertes por la droga, pero también hubo asesinatos. Fue una época absolutamente brutal.
—¿Dónde conoció a Manolo?
—Le conocí cuando yo tenía 10 años y él 15. Trabajaba en el Montesol y yo iba al colegio. Mi amiga Loli nos hacía de mensajera —‘de whatsapp’, como dice ella— porque mi padre no aceptaba de ninguna manera que tuviera un novio ‘murciano’. Un día nos pilló paseando, le mandó a él salir corriendo y a mí me llevó a rastras hasta casa. Hasta última hora y gracias a Miguel Roig, mi padrino, se negó a venir a mi boda. Al contrario que mi madre, él era muy duro. Me llevaba con él a trabajar a la obra, a buscar gambas cuando quería ir a pescar o a hacer los plomos. Solo me dejaba salir los domingos de cinco a nueve de la noche. Siempre llegaba a casa en el último minuto y sin aliento, por eso nunca pude ver terminar una película en el cine hasta que me casé. Hoy seguimos felizmente casados, con nuestros hijos, Sandra y José Manuel, y nuestros nietos, Lucía y Anaís por parte de Sandra, y Leire y Aritz por parte de José Manuel.
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