Maria Marí tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Cristina Torres Escandell, (Eivissa, 1977) es una de esas personas cuya vida está íntimamente ligada a las tradiciones de la isla. Su pasión por los caballos y su larga experiencia en el sector de la hostelería han marcado su trayectoria. Hija de Juanito de Can Manyà, un albañil que dedicaba su tiempo libre a las carreras de trotones, además de a la colombofilia, Cristina creció en un ambiente rural, rodeada de animales y aprendiendo a cuidar caballos. Sin embargo, como ella misma cuenta, su vida profesional ha dado muchas vueltas, desde la librería, supermercado o souvenir de Can Malacosta hasta bares como el Claudio, hasta encontrar su lugar detrás del mostrador de una charcutería, aunque sin desvincularse nunca del mundo de los trtones que vive desde niña.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Ibiza. Soy la pequeña de las dos hijas, Carmen es la mayor, que tuvieron mis padres, Juanito de Can Manyà y Catalina, cuya familia era de Can Gall, en Santa Eulària. Vivimos siempre en casa de mi padre, cerca de la carretera de Sant Antoni, detrás de donde está el Hiper Centro.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre trabajaba en casa. Mi padre era albañil, sin embargo, ocupaba gran parte de su tiempo en sus aficiones: los perros, las palomas mensajeras y, sobre todo, los caballos.

—¿Ayudaba a su padre en sus aficiones a los trotones y la colombofilia?
—Con las palomas no le ayudábamos más allá de soltarlas en algún momento que él no podía y, de vez en cuando, ayudarle a limpiar el palomar, ¡puaj! Él mismo se las apañaba para llevar la caja llena de palomas en su Mobilette a las sueltas que se organizaban. Con el caballo era distinto. Desde que cuidaba de caballos de otras personas hasta que se compró su propia yegua, Balalaika P, que se suponía que era de mi hermana. Corría con ella en el Hipódromo de Sant Jordi las tardes de los domingos. Era curioso ver cómo se insultaban y se decían de todo en la pista y, al terminar la carrera, se juntaban todos en el bar como buenos amigos. Más adelante compró a Vent II, que se suponía que era el mío. Aunque vendió a Balalaika un par de veces, cada vez que veía que no la cuidaban como él quería, la volvía a comprar. Ambos eran más de correr en Sant Jordi, Vent II porque se asustaba con cualquier papel o bolsa que saliera volando, Balalaika P porque odiaba ir en remolque. Llegó a agujerear más de uno a base de coces, por eso la llevamos alguna vez por los caminos desde Sant Jordi hasta Sant Rafel.

—¿Llegó usted a ‘manar’ alguna vez?
—No. La verdad es que me hubiera gustado, pero cuando éramos pequeñas mi padre siempre decía que esos caballos no eran para niños. Y no le faltaba razón: Balalaika II era muy dura y no teníamos fuerza para dominarla, Vent II podía asustarse con cualquier cosa y no era nada seguro, aunque era más manso. Nosotras nos encargamos siempre de hacer el ‘trabajo sucio’ (remarca las comillas con sus dedos), limpiando las cuadras y demás tareas. He tenido oportunidad de poder intentarlo, pero la verdad es que siempre me ha dado mucho respeto por hacer daño al caballo de alguna manera. Prefiero quedarme tras la puerta, haciendo el ‘trabajo sucio’. El caballo con el que más confianza tuve fue Chicago Cribiller. Cuando estaba embarazada, yo misma me encargaba de sacarlo de la cuadra tras una lesión.

—¿Dónde estudió?
—En el colegio de Puig d’en Valls. Pero estudiar no era lo mío y lo dejé cuando terminé octavo. Estuve un tiempo sin hacer nada hasta que comencé a trabajar en una empresa de mensajería urgente antes de ponerme a trabajar con Malacosta. Primero estuve en la librería durante una temporada, pero al año siguiente me llevaron al supermercado. Allí estuve unos años hasta que mi madre enfermó. Dejé de trabajar para cuidar de ella durante dos años. La mayor parte del tiempo estuve viviendo en Palma, donde estaba ingresada. Luego tuve a mi hijo, Julio y, cuando me reincorporé al trabajo, lo hice en el souvenir de Can Malacosta. Ese mismo invierno empecé a echar una mano en la hostelería, en el bar Claudio, cuando quien entonces era mi cuñado empezó a llevarlo. Estuve allí hasta poco antes de que lo cerraran y, tras la pandemia, dejé la hostelería. Desde entonces trabajo en la charcutería del Eroski de Can Partit, en Santa Gertrudis. Siempre se me ha dado bien estar cara al público, la diferencia con la hostelería es que, tras la barra, siempre soy muy echada para adelante y los clientes acaban siendo como familia; tras el mostrador no tienes tanto trato y tardas un poco más en llegar a tener esa confianza.

—¿Sigue vinculada al mundo de los caballos?
—Sí. El padre de mi hijo y su familia siempre han sido muy reconocidos en este mundo y, a día de hoy, mi hijo corre con el caballo de su familia, Invictus CB. Ha heredado la afición tanto de su familia paterna como de su familia materna. Yo sigo manteniendo mi afición y, siempre que puedo, voy a verle a las carreras.