Toni Berlanga tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Toni Berlanga (Villanueva de San Juan, Sevilla, 1956) llegó a Ibiza a finales de los años 60 para convertir la isla en su hogar. Aprendió cocina de la mano de Felipe de la Peña y convirtió este oficio en su modo de vida y su pasión durante décadas.

—¿Dónde nació usted?
—En un pueblo de Sevilla que se llama Villanueva de San Juan. Éramos nueve hermanos, yo era el sexto, aunque ya nos faltan tres, uno de ellos cuando era pequeño.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mis padres, Francisco y Rosario, se dedicaban al campo. Trabajaban en ‘La Gesa’, uno de los cortijos de don Julio de la Puerta, el presidente del Betis. Allí nos dedicábamos a la ganadería.

—¿Usted también trabajaba cuando era niño?
—Sí, entonces todos los críos trabajaban. Los niños de entonces eran mucho más responsables que muchos jóvenes de hoy en día. Nosotros guardábamos vacas de vientre para la cría de toro bravo. Yo los criaba y los mimaba, me pasaba todo el día con los toros. Por eso, cuando veo las corridas de toros no me gusta nada ver el daño que les hacen.

—¿Iba al colegio?
—Al colegio no, pero cada día venía un maestro, don José, que iba de cortijo en cortijo poniendo deberes a los niños y recogiendo los del día anterior. Los deberes los hacíamos por la tarde, cuando terminábamos de trabajar, claro.

—¿Hasta cuándo mantuvo este ritmo de vida?
—Hasta los 12 años. Mi hermano Juan estaba en Ibiza trabajando en el taxi 44 de Vila y convenció a mis padres para que vinieran a la isla. Vivimos en Sant Jordi, en una casa en la que no había ni luz ni agua. Para ir a por agua acompañaba a mi madre con un cántaro al Pou Roig y para iluminar la casa nos apañábamos con un camping gas.

—¿A qué se dedicaron sus padres al llegar a Ibiza?
—Mi madre a la casa y mi padre a la obra. Más adelante entraron a trabajar en el Torre del Mar, donde se jubilaron trabajando de jardinero y en el office.

—¿Cómo fue para usted el cambio del pueblo de Sevilla a Ibiza?
—Una bomba. Fue un gran cambio para mejor y aquí es donde crecí, hice mis amigos y donde he hecho mi vida. Siempre he estado muy agradecido a la isla: todo lo que tengo es gracias a Ibiza. No hay nada que me cabree más que escuchar a alguien hablar mal de Ibiza. Cuando voy de viaje, al volver y ver es Vedrà desde el avión, me da un vuelco el corazón.

—¿Dónde trabajó en Ibiza?
—Empecé en el bar de la Galería Europa como aprendiz de camarero un par de años antes de trabajar con Carlos y Maruja en el bar Chelsea. Allí lo pasé muy bien, y es que delante estaba el Dos Coronas, que estaba lleno de niñas (ríe). También estuve trabajando de panadero con Cifre antes de ir a trabajar en el Torre del Mar. Mi cuñado Domingo estaba trabajando allí y nos metió a toda la familia. Yo entré a trabajar en la cocina con Felipe de la Peña, que fue mi maestro y a quien guardo mucho aprecio y respeto. Me gané la vida con lo que me enseñó Felipe de la Peña. Como sabía que había crecido en el campo, de vez en cuando me decía: «Vete al campo pitiuso y trae hierbas». Yo me iba al campo, recogía las hierbas en un momento –tomillo, romero e hinojo principalmente– y me pasaba el resto de la mañana con los amigos en Sant Jordi. Era como si me diera la mañana libre (ríe).

—¿Era un maestro muy duro?
—(Ríe) Duro no, pero tenía que ser muy recto. Toda la plantilla éramos unos críos y no parábamos. Cuando la liábamos nos castigaba haciendo guardias. En principio, trabajabas a turno partido, de diez a tres y de seis a diez de la noche, pero si te pillaba con el pelo largo, fumando un cigarro o liando alguna gorda, nos ponía a hacer guardias desde la 10 de la mañana a las 10 de la noche. Eso sí, cuando te quedabas solo en la guardia la liabas todavía más (ríe). Por ejemplo, hacíamos competiciones para ver quién tiraba el pescado a la sartén desde más lejos (ríe). Además, había una liga de fútbol de hostelería en la que jugábamos equipos de todos los hoteles de la isla. Eso hizo que nos conociéramos todos. El árbitro era un tal Méndez.

—Tanta gente joven trabajando allí, no me negará que también debía haber mucho ‘ligoteo’.
—Sin duda (ríe), éramos todos jóvenes y la mayoría de Andalucía. Además, dormíamos y vivíamos todos allí. Teníamos hasta un bar de personal y, cuando llevabas un tiempo, te volvías cada vez más pícaro y controlabas a las nuevas que llegaban. Yo le eché el ojo a una nueva que vino de Huelva, de San Silvestre Guzmán, para trabajar como camarera de piso. Mari. A las pocas semanas ya estaba con ella.

—¿Siguió trabajando en el hotel mucho tiempo?
—Hasta que me tocó hacer la ‘mili’, poco después de conocer a Mari. La hice en Valencia como cocinero, claro. Unos meses después, mientras estaba removiendo una olla con un remo, entró el capitán Mena y anunció en voz alta: «Aquí hay un ‘cocinerito’ más». Todos nos miramos entre nosotros y resultó que el ‘cocinerito’ era mío. Mari se había quedado embarazada antes de irme a la ‘mili’ y nuestro hijo, José Antonio, nació entonces. Enseguida me dieron ‘la absoluta’, dejé la ‘mili’, me casé con Mari y vinimos a vivir a Ibiza. Aquí nació Javi, nuestro segundo hijo.

—¿Dónde trabajó al regresar?
—Al regresar de la ‘mili’ me puse a trabajar un par de años en el Florida antes de entrar a trabajar en la cocina central del Aeropuerto en el 79 o 80. Entré como jefe de partida y acabé como jefe de cocina durante muchos años, hasta que me jubilé por problemas de corazón a los 57 años. Pasé ochos meses horribles ingresado. Cuando voy al Aeropuerto todavía hay gente que me dice que echa de menos mis pucheros y mi gazpacho.

—¿A qué se dedica a día de hoy?
—A cuidar de la casa y a cuidar de Mari. Le diagnosticaron una enfermedad degenerativa a los 50 años que la ha dejado sin poder hablar y sin apenas poder moverse.