—¿Dónde nació usted?
—Nací en un pueblo de Jaén que se llama Torres de Albánchez. Yo era el mayor de dos hermanos.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mis padres, Urbano y Victoria, trabajaban en el campo recogiendo aceitunas cuando tocaba o en la siega y en lo que hiciera falta. Mi padre murió muy pronto, cuando yo solo tenía tres años. Por la mañana estaba regando tomates y por la tarde se murió. Aunque yo era muy pequeño, recuerdo muchas cosas de él, como cuando me mandaba a buscar una brasa del fuego para encenderse un cigarro o cuando me llevaba al campo montado en una mula mientras cantaba esa copla: ‘Los cuatro muleros'. Recuerdo hasta cuando murió y le sacaron de casa en esa caja mientras mi madre lloraba. De lo único que no soy capaz de acordarme es de su cara. Daría lo que fuera por haber tenido una foto suya, pero nunca se fotografió.
—Entonces, su madre se quedó viuda y con dos niños pequeños desde muy joven.
—Así es. Éramos bastante pobres y mi madre trabajaba y hacía todo lo que podía para que no nos faltara de nada. A los ocho años me fui a la casa de mi tía para cuidar de sus pavos. Estaba allí solo, sin ningún otro niño con el que jugar y a los siete u ocho meses volví al pueblo de mi madre. Allí me cogieron unos vecinos que, a cambio de comida y unas albarcas al año, les cuidaba de todos los animales. Era bastante duro, trabajaba cada día, me levantaba de madrugada...
—¿Estuvo mucho tiempo en esa casa?
—Hasta que tuve 10 o 12 años. Entonces me fui a Puerto Sagunto, cerca de Valencia, a trabajar en una fábrica con mi tío. Como era muy pequeño, solo podía hacer de pinche, llevándoles agua con el botijo a los trabajadores y haciendo recados. Pero con lo que ganaba allí no me daba ni para pagar la pensión, así que pronto me fui a una plantación de naranjos, donde podía llegar a ganar hasta 300 pesetas. Yo era muy pequeño y el trabajo era durísimo. Aunque tuve la suerte de dar con una cuadrilla de compañeros que eran mayores y me ayudaba mucho, el trabajo era tan duro y la comida tan escasa que acabé cayendo enfermo. De allí me fui a trabajar a El Penoso, otra plantación de naranjos que no era tan dura, ¡podíamos descansar los domingos y todo! Estando allí me pude comprar hasta una bicileta para ir al trabajo cada día.
—¿Hasta cuándo estuvo trabajando con los naranjos?
—Hasta que me fui a hacer la mili, con tan mala suerte que me tocó hacerla en África, en Sidi Ifni. Me pasé allí los 18 meses enteros, sin permiso ni nada. Allí no había más que arena, guardias y un aire al que llamaban el siroco que volvía locos a los compañeros. A muchos tuvieron que llevárselos a Madrid por eso. Imaginaos cómo me quedé tras esos 18 meses que, cuando volví al pueblo a ver a mi madre, ni siquiera me reconoció. Estaba tan negro por el sol y con las barbas de tres días de viaje que, al verme llegar, ella estaba sentada en su silla delante de casa y ni siquiera se levantó. Cuando me reconoció rompió a llorar y me dio un abrazo enorme
—¿Qué hizo entonces?
—Al terminar la mili tenía la intención de irme a trabajar a Alemania con un par de compañeros del pueblo. Pero la novia de uno de ellos nos dijo que por qué no nos íbamos a Ibiza, que había mucho trabajo. Sinceramente, yo ni siquiera sabía ni que Ibiza fuera de España. Al final decidimos venir todos a Ibiza. Para llegar hasta aquí teníamos que pasar por Valencia y resultó que solo salía un barco a la semana, así que en el tiempo que estuvimos en Valencia nos gastamos el poco dinero que llevábamos. Yo llegué a Ibiza con tres pesetas en el bolsillo, mis compañeros ni siquiera eso.
—¿Cómo fue su llegada a Ibiza?
—Nada más llegar intentamos que nos fiaran un bacalao seco que tenían en una tienda de la calle de la Virgen, pero como no nos conocían, no se fiaron. El mismo día llegamos hasta la obra en la que estaban construyendo el Crédito Balear y allí, la misma empresa constructora, nos dio trabajo en Sant Antoni, aunque nunca había trabajado en la obra. Acostumbrados a trabajar de la manera que trabajabábamos, ese trabajo nos parecía poca cosa y no tardamos en comenzar a trabajar en la cantera (de la misma empresa), cargando camiones de piedras con una pala para ganar todavía más dinero trabajando a destajo. Allí conocí a Tomás, un camionero que, antes de que llegáramos solo podía hacer un viaje y, desde que empezamos a trabajar nosotros, le llenábamos tres camiones cada día. Tomás me acabó consiguiendo el piso en el que he vivido siempre en Ibiza. Entré de alquiler cuando ni siquiera tenía agua ni electricidad y me lo acabé comprando con los años. No tardé mucho en traerme conmigo a mi madre y a mi hermano Urbano.
—¿Estuvo mucho tiempo en la cantera?
—Más de un año. Después volví a trabajar en la construcción. Me hice oficial trabajando en las obras de la torre de control del Aeropuerto. Yo mismo arranqué los almendros que había en el terreno de la torre. También trabajé en la construcción del paseo marítimo. Eso era todo agua y yo fui el que se encargó de encofrar los puentes que hay entre los canales de agua. Pero antes ya había estado trabajando en la construcción de hoteles como el Ibiza Playa o el de la Cala de San Vicent. El de la Cala fue el primero en el que trabajé y la verdad es que entonces tenía pensado volver al pueblo.
—¿Por que decidió no volver al pueblo?
—Primero, porque vi lo que cobraba allí a la semana y, segundo, porque allí mismo me eché novia. En realidad nos echamos novia los tres compañeros el mismo día. Uno de ellos dijo que nos fuéramos de fiesta con ellas que, total, nos íbamos a ir en cuatro días. Los tres nos casamos en Sa Cala (ríe).
—¿Con quién se casó usted?
—Con Catalina de Can Pep. Nos casamos en 1965 y tuvimos a nuestros hijos: José Juana y Cristina. Jose tiene a mis nietas Martina y Ángela y José tiene a Áxel.
—¿Trabajó siempre como constructor?
—Sí. La empresa en la que trabajaba quebró, pero no tardé en encontrar otra, todo el mundo sabía cómo trabajaba y me vinieron a buscar enseguida. Así que he estado trabajando como encofrador hasta que me jubilé.
—¿A qué dedica su jubilación?
—Sinceramente, trabajé tanto durante toda la vida que me quedé tan hecho polvo que decidí que cuando me jubilara no iba a dar más un palo al agua. Así que, desde que me jubilé a los 63 no he hecho más que ir a caminar, cuidar en la medida que he podido de mi mujer y vivir de la ‘paguita'.
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Una vida dura, pero bonita y provechosa. Que Dios te dé mucha salud.