—¿De dónde es usted?
—Nací en Vila. Justo en medio de dónde hoy está el edificio de La Caixa, al lado de Vara de Rey. Allí nacimos mi hermano Ricardo, el mayor, y yo. Nuestros padres eran Eladia de Can Crispolet y Pep de Sa Capelleta. Le llamaban así porque esus padres fueron los mayorales de Sa Capelleta, que era la finca que estaba donde ahora está el colegio de la Consolación.
—¿Su familia también se dedicaba a cuidar tierras como mayorales?
—No. Mi abuelo, Bernat ‘Crispolet', tenía una fábrica de cemento rojo, cal y yeso al lado de Vara de Rey. Toda esa zona era una especie de zona industrial: estaba la fábrica de Marí Mayans, otra fábrica de alcohol, una de textil… Mi abuelo era un hombre con mucha visión, de hecho, aparte de la fábrica, también tenía una flota de transporte a base de carros y caballos. Tendría una veintena de animales, además de sementales. Los payeses venían de todos los pueblos de Ibiza para hacer criar a sus yeguas. No solo eso, mi abuelo también se encargaba de la limpieza de Vila para el Ayuntamiento. Como los restos entonces eran todos orgánicos, antes de que saliera el sol, ya había cola de payeses que venían para comprarlos como abono.
—¿Dónde fue al colegio?
—Fui a Sa Graduada, que después de La Guerra le cambiaron el nombre por Grupo Escolar José Antonio. Sin embargo, nunca lograron que ese nombre calara en la sociedad ibicenca, siempre le llamamos Sa Graduada, el nombre que le pusieron durante La República. Esa fue una de las pocas cosas que no consiguieron. Sí consiguieron matar a mi tío Silvano, hermano de mi madre, en el frente poco después de que estallara La Guerra. Como no era muy buen estudiante, a los 14 años me pusieron a trabajar en la fábrica de cemento y yeso, para entonces ya no hacíamos cal.
—¿Era un trabajo duro?
—Así es. Se hacía todo a mano y la arcilla es una piedra muy blanda y difícil de sacar. A mi abuelo se le quedó pequeña la fábrica de cemento y compró un solar en la avenida España, donde ahora está la sede de la Seguridad Social, que se usaba como cantera. De allí se sacaba la arcilla, la materia prima del cemento. Entonces la cargábamos en el carro para llevarla al horno de fuego continuo (nunca se apagaba, a base del mismo carbón que usaban barcos como el Jaume I), se cocía, se molía y ya teníamos el cemento.
—¿Trabajó en la fábrica durante mucho tiempo?
—No mucho. Cuando cumplí lo 18 me presenté como voluntario para hacer la mili y ya no volví más. Al terminar el servicio militar empecé a trabajar para Aviaco en el aeropuerto como administrativo, que tratándose de una compañía aérea no tenía nada que ver con la típica imagen de administrativo dentro de una oficina. Estaba todo el tiempo patrullando por la pista o en la zona de facturación y haciendo los trámites con la tripulación. Fue un trabajo en el que disfruté mucho. Entré con 20 años y lo dejé con 62, cuando me jubilé.
—Habrá vivido muchas anécdotas en el aeropuerto durante tanto tiempo.
—Ya lo creo, ha pasado de todo, pero no todo se puede contar (ríe). En una ocasión, un avión inglés, un Bristol, tenía que aterrizar sobre las 11 de la noche. Nosotros venga esperar, y el avión no llegaba. No sabíamos qué pasaba hasta que alguien se fijó que estaba en el aire dando vueltas. Resultó que había un problema con el tren de aterrizaje, en el panel de mando no aparecía la señal de que el tren estuviera bloqueado y el piloto optó por dar vueltas durante horas para gastar todo el combustible. Regamos la pista con espuma carbónica para la emergencia y el piloto aterrizó de manera impecable. Los pilotos ingleses de esa época eran unos ases, la mayoría eran veteranos de la II Guerra Mundial. Afortunadamente, cuando ocurrió el accidente de Ses Roques Altes, yo no trabajaba. Me libré de vivir ese capítulo, ya que entonces todavía no era fijo, solo trabajaba durante la temporada de verano y el accidente ocurrió en pleno invierno.
—¿Cultivó alguna afición fuera del aeropuerto?
—Sí. Lo mío es la mar. He hecho esquí náutico, vela o wind surf desde que se inventó. Éramos toda una ‘colla' que nos juntábamos los fines de semana para ir a surfear. Estaba Sansano, Toni ‘Bodega' Paco de la Ereso o Bernardo, que acabó construyendo él mismo las tablas de fibra. Las primeras tablas eran unas ‘Fibrester' que no eran más que una tabla de fibra con un ‘tintero' en el que se metía el mástil sin fijar ni nada. Como tiraras del mástil y este se saliera del ‘tintero', te pegaba una hostia en la espinilla que te dejaba amargado (ríe). No sé ni cómo nos atrevíamos a salir con eso. Una vez, en pleno invierno, estábamos surfeando en Platja d'en Bossa cuando de repente cambió el viento y vino de Tramuntana. ¡Cosa seria! La cuestión es que a Toni ‘Bodega' , que tenía el mejor equipo y navegaba más lejos, por Es Malvins, el viento le arrancó la vela y se quedó él solo encima de la tabla. No lo perdimos de vista en ningún momento. El viento se lo llevaba hacia La Mola y quién sabe si hubiera llegado a Argelia si alguien no hubiera salido a avisar a la Guardia Civil. Cuando lo llevaron a la costa, se nos quedó mirando sin decir nada, lo único que hizo fue ponerse los dedos en el cuello como diciendo ‘los he tenido de corbata' (ríe). También me aficioné a la pesca. Cuando mis hijos eran pequeños me compré un llaüt con el que íbamos a Sa Torreta, donde pasábamos semanas enteras, comiendo ‘bullit de peix' en el campamento de Melis. Dejé de navegar hace unos tres o cuatro años por la dichosa lumbalgia.
—Me habla de sus hijos, eso nos hace pensar que se casó en algún momento.
—Claro (ríe), me casé cuando tenía 20 años con una andaluza de Archidona, Málaga, que se llama María Jesús. ¡Ya hemos celebrado las bodas de oro y todo! Nuestros hijos son Juan Carlos, que tiene a nuestra nieta Iris, y Laura, que tiene a Álvaro.
Sin comentarios
Para comentar es necesario estar registrado en Periódico de Ibiza y Formentera
De momento no hay comentarios.