Traspas en su casa de Dalt Vila. | Toni Planells

Jesús García, ‘Traspas’ (Aranjuez, Madrid, 1949) llegó a Ibiza junto a la mujer de su vida, Isabel, en 1976 para tratar de superar una crisis matrimonial. En Ibiza, no solo lograron superar esta crisis, sino que fundaron una familia y convirtieron la isla en su hogar.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Aranjuez. Yo era el mayor de los seis hijos que tuvieron mis padres, Jesús y Josefa.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre se dedicaba a ‘sus labores’, que con seis hijos eran muchas labores. Mi padre era panadero, oficial de pala. Pero tuvo la desgracia de morir a los 42 años, cuando yo tenía 20 años.

—¿Creció en Aranjuez?
—Así es, hasta que me fui a hacer la mili. En Aranjuez estudié, y no era mal estudiante, me gustaba estudiar y las notas me dieron para conseguir una beca para continuar estudiando en el seminario. Sin embargo, desde hacía años tenía muy claro que no quería estudiar con los curas. Ya había tenido alguna historias con ellos en el colegio de Loyola, haciendo el bachillerato, y allí las hostias no eran de las consagradas. Las hostias volaban hasta dejar las caras al rojo vivo. Cuando le tocó a un amigo mío, Isidro, al llegar a casa le dije a mi padre que no iba a volver al colegio. Que si me hacían lo mismo a mí, le iba a dar con el tintero en la cabeza. Terminé el curso y volví para continuar los estudios al colegio público en el que había hecho la primaria.

—¿Qué hizo al dejar de estudiar?
—Me puse a repartir pan con mi padre. Un año después, cuando yo tenía 13 años, el dueño de la panadería nos ofreció un local para montar un despacho de pan en un barrio recién construido: ‘Nuevo Aranjuez’. Yo siempre fui muy fenicio y enseguida decidí ampliar el negocio con la venta de frutas y verduras. Acabamos convirtiendo el negocio en un colmado, uno de los primeros autoservicios de la zona. Mientras tanto, como me gustaba el escenario, empecé a aprender a tocar la guitarra y el piano y acabamos montando una banda: ‘Clan Ícaros’. Unos años después murió mi padre y acabé dejando de estudiar música.

—Supongo que la muerte de su padre supuso un antes y un después.
—Así es. Yo tenía 20 años cuando falleció. Además, mi novia Isabel, la mujer de mi vida, me había dejado unos meses antes. Fue una época muy dura. Yo había estado retrasando el momento de ir a la mili todo lo que pude y, con 22 años me tocó ir a hacerla definitivamente. Como mi padre hubiera querido ir a los tercios y no pudo, a modo de homenaje, acabé alistándome en la Legión en Ceuta. Después de la muerte de mi padre, consideraba que lo más duro que me podía encontrar era eso. Volví todavía más chulo de lo que me había marchado, me costó volver a sentir lo que sentía antes un par de años.

—¿A qué se dedicó a la vuelta de Ceuta?
—Me fui a trabajar de camarero al Escorial durante ese verano y me reencontré con Isabel. Al terminar el verano vine por primera vez a Ibiza a visitar a unos amigos que trabajaban el cuero en Sant Antoni. Estuve una semana antes de irme a Canarias a buscar trabajo. Allí estuve como ayudante de camarero en un hotel, fui en noviembre y, en diciembre, vino Isabel. Hicimos allí toda la temporada de invierno. Cuando me cansé del trabajo de camarero, me puse a trabajar como albañil antes de que me ofrecieran trabajar como pintor y, después, poniendo suelos para ganar más dinero.

—¿Estuvo mucho tiempo en Canarias?
—La temporada de invierno. Como a mi hermano le tocaba ir a hacer la mili, fui a hacerme cargo del colmado. En Canarias había estado viviendo con Isabel, pero en Aranjuez, sin estar casados, era inviable lo de vivir juntos, así que nos casamos enseguida. Llegamos en mayo y el 2 de junio del 73 ya nos estábamos casando. Tuvimos que hacer alguna trampa y todo, la gente se creía que Isabel estaba embarazada por la prisa que nos dimos (ríe). Entonces, como Isabel se había sacado el título de peluquera, montamos una peluquería al lado de la tienda. A la vez que yo trabajaba en el supermercado, Isabel me acabó enseñando peluquería y yo también me acabé sacando el título. Llegamos a abrir una peluquería para cada uno.

—¿Qué les llevó a venir a Ibiza?
—Una crisis matrimonial. Era 1976 y nos íbamos a separar. A Isabel le ofrecieron ir a trabajar a Barcelona y a mí me ofrecieron ir a trabajar como peluquero en el Stella Maris. Aranjuez nos ahogaba y, finalmente, decidimos irnos los dos a hacer la temporada a Ibiza para decidir después lo que hacíamos con nuestro matrimonio. Una de las razones de la crisis era que Isabel no se quedaba embarazada, pues bien: al mes de estar en Ibiza se quedó embarazada de nuestra hija Twinky. Siete años después nació Rubén y diez años más tarde nació Nécer. Ahora tenemos dos nietos: Darío y Gadea.

—¿Estuvieron mucho tiempo como peluqueros en el Stella Maris?
—Tres años, hasta que entró la locura de los touroperadores. Hasta entonces habíamos vivido muy bien, con un 60% del aforo del hotel nos daba de sobras para vivir con comodidad, me daba tiempo de cultivar mi afición por la pintura. Tenía el caballete en la misma peluquería para ponerme a pintar entre cliente y cliente. Sin embargo, al llegar los touroperadores empezó a haber overbooking de hasta un 120%. Eso era una locura. No nos parecía que eso era manera de trabajar, así que lo dejamos.

—¿De dónde le viene la afición por la pintura?
—Desde pequeño se me dio bien.

—¿A qué se dedicaron entonces?
—Pues subarrendamos un chiringuito en Es Codolar, al lado de los Don Pepe. Isabel hizo de cocinera y yo de camarera. La primera temporada fue muy bien, pero la segunda temporada hubo muchas tormentas y, encima, prohibieron servir otra comida en los chiringuitos que no fueran ensaladas. Con lo cual, esa segunda temporada fue desastrosa y nos quedamos entrampados. Yo había estado contratando a Xiquet Pou para que llevara arena delante del chiringuito y tenía una deuda con él. Como no tenía como pagarle, le ofrecí trabajar en su cantera sin cobrar para cubrir la deuda que tenía con él. Así fue. Al principio, al llegar a casa, no podía ni con mi alma. Un tiempo después el hijo mayor, que se encargaba de la oficina, se fue a la mili y me ofrecí a cubrir su puesto. Yo siempre había odiado el trabajo de la oficina, pero mis compañeros del Stella Maris me enseñaron lo que tenía que hacer y aprendí enseguida. No tardé mucho tiempo en tener otra mesa en la oficina donde pintaba acuarelas que vendíamos por la noche en un puesto del Puerto de Ibiza. Lo que ganaba en la oficina era para pagar las deudas, vivíamos con lo que sacábamos de vender las pinturas en el Puerto.

—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando de esa manera?
—En un año ya había conseguido pagar todas las deudas. Entonces nos quedamos solo con el puesto. Isabel entró a trabajar en el Casino para ganar dinero y comprarnos nuestro primer Land Rover. Cuando cerraba el puesto de pintura en el Puerto, me iba al Ku. Allí ponía otro puesto para hacer tiempo hasta que saliera Isabel del Casino a las cuatro o las seis de la mañana. Dejaba a Twinky durmiendo en el coche, que lo controlaba desde mi puesto en la terraza.

—¿Durante cuánto tiempo estuvieron trabajando a ese ritmo?
—Dos años. El segundo año ya fuimos a por nuestro segundo hijo y, poco antes de nacer, cogimos la tienda en Dalt Vila. Era un local pequeñito lleno de escombros, ¡menudo trabajo nos llevó hacer las reformas!. El primer año combinamos la tienda con el puesto en el Puerto, pero la cosa funcionó y, poco a poco la fuimos ampliando. Funcionó muy bien, de hecho la cerramos el año pasado tras unos 40 años de actividad. Tres o cuatro años después nos compramos la casa al lado de la tienda. Al principio pensábamos hacer una galería, pero acabamos convirtiéndola en nuestro hogar.

—Tantos años viviendo y trabajando en Dalt Vila, ¿han visto muchos cambios?
—Sí. Sobre todo en el 90, cuando el mismo año cerraron el Castillo y su cantina, la Catedral y el Museo. No subía nadie a Dalt Vila, tuvimos que despedir a las empleadas y seguir adelante nosotros dos con las dos tiendas que llegamos a abrir. Al final salimos adelante, siempre con la ayuda de Tánit, que nos ayudó desde el primer momento que llegamos a Ibiza. Por eso le hemos puesto un altar en casa.