Fernando Jiménez en su casa en Sant Josep. | Toni Planells

Fernando Jiménez (Cáceres, 1948) llegó a Ibiza en 1975, en un viaje que le cautivó lo suficiente como para establecerse en 1976. Empezando desde cero, dejó atrás el oficio de fotoperiodista que ejerció en París durante años y sus viajes por Europa haciendo autostop.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Cáceres. Yo era el mayor de los nueve hijos que tuvieron mis padres, Marcelino y Elvira. Mi padre era funcionario del ayuntamiento y mi madre trabajaba en casa. Mi abuelo materno, Cipriano, era el alcalde del pueblo. Nunca tuvimos una vida muy familiar. Apenas puedo decir que haya vivido en Cáceres. Con solo ocho años ya me pusieron interno en un colegio en Santander, uno de los Escolapios. Al terminar la enseñanza primaria, a los 12 años, estuve haciendo el bachillerato en Madrid hasta los 16.

—¿Continuó con sus estudios tras terminar el bachillerato?
—Yo siempre tuve claro que quería irme al extranjero, así que, al terminar el bachillerato, decidí ir a trabajar a Valencia, donde vivía mi tío. Estuve durante dos años trabajando en la oficina de un abogado. El mismo día que cumplí los 18 me saqué el pasaporte y salí de España.

—¿Qué hizo fuera de España?, ¿dónde fue?
—Fui directamente a París, pero solo como punto de partida. Yo siempre fui bastante contestatario y antsistema y me propuse romper con todo lo que conocía y empezar de cero. Me propuse pasar tres años viajando: primero subí hasta Suecia, después bajé hasta Turquía, luego me fui a Marruecos, a Inglaterra… Pero siempre volvía a París.

—¿Cómo se financiaba los viajes?
—No tenía dinero. Dormía bajo los puentes (ríe). En aquella época, la gente que viajábamos de esa manera (nunca me encontré con un español), vivíamos de los que nos daban. Pedíamos unas monedas para comprar un poco de pan y un litro de leche y seguir el camino. En una época me puse a dibujar mientras la gente me iba tirando monedas. Viajaba con lo mínimo, haciendo autostop mientras caminaba por la carretera. Con la melena que llevaba no te creas que me cogían mucho. No tenía prisa, tenía toda la vida por delante. Salí con la ingenuidad del que se cree que todo el mundo es amable, pero la vida te enseña que todo el mundo se mueve por interés. Nadie regala nada.

—¿Qué hizo pasados esos tres años de viajes?
—Me apunté a la Alianza Francesa de París, a la Sorbona y después a unos cursos de Cine y Fotografía en la Facultad de Vincennes. Una facultad experimental que se creó tras el 68 para hacer una experiencia ayudando a gente con necesidades. No funcionó y, un año y medio después, se acabó cerrando. Entonces, conseguí trabajo como fotógrafo para el gobierno francés haciendo la promoción turística de dos regiones francesas, una entre Montpelier y Perpignan y la otra entre Burdeos y el País Vasco. También trabajé como fotógrafo en dos agencias de prensa: Rapho y Sipa Press. Estuve varios años trabajando para ellos e hice muchísimas fotos para todo tipo de revistas, libros y prensa. La Biblioteca Nacional de Francia me compró toda una colección de fotografía.

—¿Hasta cuándo cultivó su oficio como fotógrafo?
—Hasta 1975, cuando hicimos un viaje a Ibiza. Mi hermano Toni se había comprado una casa aquí y, en un viaje que hizo a París, me visitó, pero yo estaba en Túnez y me dejó una nota contándomelo e invitándome a visitarle. Yo ya conocía a Bernadette, mi pareja desde 1973, y nos fuimos los dos a Ibiza a pasar un verano increíble. A la vuelta todavía estábamos en el avión cuando nos preguntábamos que qué hacíamos en París y por qué no nos íbamos a Ibiza. Al aterrizar vendimos lo que teníamos en París y nos vinimos a vivir a Ibiza. De nuevo, diez años después, un cambio de vida para empezar desde cero por segunda vez. Vinimos a una casa en el campo sin ningún confort, con lo mínimo. Veníamos de tener una cocina eléctrica para pasar a una cocina en la que quemábamos ramitas para calentar el café (ríe).

—¿Cómo fue el cambio?
—Fue bien. Al principio desde la agencia de prensa me ofrecieron seguir trabajando para ellos desde Ibiza haciendo fotos de famosos. Pero eso no era lo mío. Teníamos un buen colchón económico tras haberlo vendido todo en París y me dediqué a trabajar en un proyecto propio. Un libro que nunca terminé sobre la arquitectura ibicenca. Me puse a fotografiar casas ibicencas, pero no solo las casas, también todos los elementos arquitectónicos. La idea era hacer una documentación para futuras reformas y restauraciones en casas ibicencas respetando la cultura y la manera de construir. Hacía fotos de todos los detalles que os podáis imaginar, desde la altura y ángulo del porche para que de sombra en verano y deje entrar la luz en invierno, hasta las medidas de las columnas. Todavía conservo toda la documentación. Espero que algún día sirva para algo.

—¿Cuánto tiempo dedicó a este proyecto?
—Dos años. Los que estuvimos viviendo en una casa de Sant Agustí donde nacieron nuestros hijos, Elisa y Lionel (que tienen a nuestros nietos, Aida y Sílvia e Idriss e Ismael respectivamente). Entonces decidimos comprar una casa. El señor que nos traía el agua a casa, ‘Agustinet’, nos habló de una casa a la venta, Can Puvil, a la que fuimos enseguida. Resultó ser la casa donde vivía Vicent Calbet. Me acerqué a la tienda de Can Jordi a hablar con el dueño y me dijo que había decidido no venderla, pero que la de al lado, Can Pep Puvil, sí que estaba a la venta. Enseguida nos acercamos e hicimos el trato con el dueño. La casa estaba en ruinas, pero pude poner en práctica todos los conocimientos que obtuve preparando el proyecto para restaurarla respetando las tradiciones. Estuvimos años y años trabajando en ella, poniendo los techos, los muros, las ventanas, las baldosas…

—¿Cuándo comenzó a trabajar en Ibiza?
—El primer trabajo que hicimos fue en Punta Arabí, en el mercado. Allí vendíamos velas de cera que hacíamos nosotros mismos, fotos que revelaba en color sepia como si fueran antiguas, bolsos de costura que hacía Bernadette a base de retales… Llegamos a hacer hasta pasteles y hierbas ibicencas (ríe). Con el boom de las discotecas empezamos a vender música. A través de mi hermano conocíamos a todos los dueños de las discotecas y les acabamos convenciendo de que el mercadillo era un buen lugar en el que promocionarse. Vendía cintas de Café del Mar, que me grababa Padilla, su mujer hacía las carátulas a mano. También vendía las cintas que grababan los dj’s de turno. La Guardia Civil nos llegó a detener por vender cintas de música pirata. Desde entonces, empecé a comprar música directamente a las discográficas. He estado unos 40 años allí. Ahora lo lleva mi hija, Elisa.

—¿Vivió siempre del mercadillo de Es Canar?
—Vivíamos bien del mercadillo. No teníamos apenas gastos durante el año. Sin embargo, también montamos un negocio de abono de lombrices. Un amigo francés me propuso la idea de hacer un negocio en torno a la lombricultura. Para cuando me informé y acepté, él se echó atrás, así que yo seguí por mi cuenta. Mucho mejor. El negocio, Lombribiza, fue muy bien. Tanto que acabó muriendo de éxito. Era un tipo de abono muy innovador, hasta entonces había que ir a buscar el abono a casa de algún payés que tuviera animales. Llegó un momento en el que no dábamos abasto y necesitábamos crecer para poder cumplir, pero no quería meterme en eso y decidimos cerrar.

—¿Qué hizo entonces?
—Vendiendo el humus, nos dimos cuenta de que la gente nos pedía esquejes de nuestros cactus, que regalábamos normalmente. Empezamos vendiendo esquejes que hacía yo mismo, pero creció tanto la demanda que decidí ponerme a buscar productores de fuera y me metí en este mundo hasta que me jubilé con 74 años.

—¿A qué dedica su jubilación?
—A viajar. Hago viajes culturales y viajes profesionales, visitando países para formarme y estudiar las distintas plantas y su adaptación a nuestro entorno. Acabo de llegar de Chile y Argentina y ahora me voy a Socotra. También he conseguido hacerme con una colección de arte no figurativo ibicenco, de artistas vivos, de los últimos 20 años.