—¿Dónde nació usted?
—En Sant Mateu, en la casa familiar, Can Pere Murtera. Mis padres, Pep y Eulària, que eran de Can Cardona, tuvieron hasta nueve hijos. Yo era el penúltimo, el ‘caganius'. Solo mi hermana Antonia era más pequeña que yo. Sin embargo, el primero, que se llamaba Bartomeu, murió cuando solo era un niño, al igual que mi hermana Margarita. Pep, otro de mis hermanos, entonces era el mayor, también murió muy joven, con solo 36 años. Fue al bajar a un pozo para arreglar el motor que había allí. La inexperiencia y los gases le acabaron matando. Mi padre también estuvo a punto de quedarse allí cuando bajó a por él.
—¿A qué se dedicaban en su familia?
—Al campo. Teníamos una finca donde se sembraba de todo: patata, boniato, judías, lechugas... Nada más casarse, mis padres hicieron una ‘sénia' y tuvimos siempre agua. En casa éramos autosificientes, nos lo hacíamos todo en casa. ¡Hasta la lejía! Se hacía con las cenizas de las vainas de las almendras. Entonces no podíamos ir al supermercado, no había. Otra fuente de ingresos que teníamos era el bosque. De allí se sacaba madera, carbón... Mi trabajo en la familia se limitaba a hacer de pastor de las ovejas. Como en casa éramos tantos, durante una temporada estuvimos haciendo de mayorales en la finca de Can Mata y también trabajaron con mis tíos María y Vicent, en Santa Gertrudis, que no tenían hijos. Allí mi padre y mis hermanos mayores estuvieron trabajando como obreros construyendo lo que después sería el polvorín del ejército.
—¿Guarda algún recuerdo de los años de la Postguerra?
—Durante La Guerra yo era demasiado pequeño como para recordarlo, pero de los ‘años del hambre' sí que me acuerdo. Teníamos una carta de racionamiento con la que iba con mi hermano Joan a la tienda de Can Tonió a buscar el pan de harina de maíz. Para cuando llegábamos a casa, a base de ir dándole pellizcos, apenas quedaba nada de pan (ríe). Menos mal que en casa también hacíamos pan, pero lo hacíamos con cebada o con trigo. La cebada llegaba antes que el trigo y cuando hacíamos el pan de cebada, entre la miga y la corteza quedaban huecos por los que te cabía la mano entera. La masa de cebada era demasiado pesada. Sin embargo, el pan no era lo que más abundaba. Lo más normal era comer el boniato, por ejemplo, acompañado de ‘xuia' o sobrassada.
—¿Pudo ir al colegio?
—Sí. En Sant Mateu iba con un tal ‘Junqueret', que se llamaba Vicent. También fui con Don Toni, que era el cura del pueblo. Antes de ir al instituto, cuando tenía unos 10 años, me fui un par de años a la finca de mis tíos en Santa Gertrudis. A los 12 o 13 ya me fui a Vila para ir al instituto, que estaba en Dalt Vila. Mis padres tenían una casita en la calle de la Virgen y yo vivía allí con mi hermano Toni y con unos amigos de Sant Mateu, Pep Colomar y Daifa.
—¿Qué hizo al terminar el instituto?
—Me fui al ejército. Primero a hacer la mili como voluntario, pero yo ya iba con la intención de quedarme. Hay que tener en cuenta que, cuando no ibas a heredar la finca, había poco porvenir más allá de hacerte militar o policía. Así que yo me quedé en el ejército. Estuve 47 años de militar.
—Supongo que estaría destinado en distintos lugares de España...
—Estuve en Ibiza hasta que llegué a sargento. Entonces me destinaron a Calatayud. Allí estuve dos o tres años antes de volver a Ibiza, a los barracones de Sant Antoni. Allí ocupé la última vacante que quedó libre hasta unos ocho años después. Eso significaba que fui el último en llegar, el más ‘moderno', durante todo ese tiempo. Cada vez que había que ir a hacer algo, me tocaba ir a mí. Aquí mismo ascendí a brigada y me destinaron a Sevilla, al parque de Maestranza. De allí pasé al cuerpo de oficinas militares tras superar unas oposiciones en Madrid. Entonces volví a Ibiza como ayudante de oficina en cuanto salió una vacante en Intervención. A los tres años ascendí a teniente y me destinaron a Capitanía General en Palma durante unos cinco años. Después me las apañé para que me volvieran a destinar a Ibiza, esta vez en la Comandancia y en Intendencia. Eso sí, tenía la obligación de cubrir cualquier vacante que surgiera, así que acabé en intendencia en Can Ventosa. Casi enseguida ascendí a capitán y me tocó hacer todo el traslado a Sa Coma. Tuve que estar peleándome con Palma más de la cuenta hasta que se dieron cuenta. Poco después, en 1988, salió la reserva transitoria y decidí acogerme a ella. Fue un chollo, te ibas con el 100% del sueldo y un ascenso a comandante con 53 años. Además, de haberme quedado me hubieran mandado al País Vasco y en aquellos años no es que fuera el destino más atractivo.
—¿A qué se ha dedicado desde entonces?
—A trabajar en la finca y a disfrutar de la vida junto a mi esposa.
—No me ha hablado de su esposa.
—Ella es Catalina, de Can Coroner. Nos casamos en 1960, cuando volví de Calatayud, aunque estuvimos ‘festejant' durante unos años. Tuvimos a nuestras hijas, Marina y Lina. Lina tiene a mis nietos, Xicu y Esther que, a su vez, tiene a mis dos bisnietos: Martí y Guillem.
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