—¿Dónde nació usted?
—Nací en sa barda d'en Patricio, al lado de la plaça de Sa Drassaneta. Ahora se llama Cuesta de sa Drassaneta. En casa vivía con mi hermana Elsa y con mis padres, Maria de Can Rodó y Joan de Can Miquelitus. ¿Sabes por qué nos llaman de Can Miquelitus?
—Cuéntemelo.
—Resulta que mis bisabuelos vinieron del campo para mudarse a Vila. Uno de sus hijos se llamaba Miquel y siempre andaba por fuera. De tanto salir mi bisabuela a llamarle por el balcón, «Miquelitu, Miquelitu!» se nos acabó quedando ese nombre [ríe]. Mi abuelo, Joan, acabó abriendo la Fonda Miquelitus justo delante de Sa Peixeteria. Era muy popular venía todo el mundo a desayunar el pescado fresco, recién llegado de los barcos. También venían los payeses que venían a Vila en su carro. Como no tenían pescado en medio del campo se hartaban cuando venían y, antes de partir, aprovechaban para hacer una buena compra de pescado para llevarse a la finca. También era muy habitual que fuera gente a la fonda con lo que hubieran pescado para que se lo cocinaran allí.
—Supongo que el pescado sería habitual en las mesas de Vila en aquella época.
—Sí. Entonces había mucho pescado. Incluso se regalaban las rojes, que ahora están a 60 euros el kilo. Mis padres iban mucho con otro matrimonio, los Marí Tur, y siempre se juntaban para comer pescado en verano en el kiosco de Maria de s'illa, en invierno, se juntaban en las barracas y créeme: ¡eso sí que era un bullit de peix! Piense que cuando el pescado llegaba a la plaza todavía daba saltos en los cajones. Cada pescadera tenía trato con algún barco y, nada más llegar a puerto, se cargaba en los cajones, se pesaba y se llevaba directamente al mercado. No todas las pescaderas tenían carretillas para llevar los cajones de pescado y, justo detrás de Los Valencianos, estaba Mahonés, que alquilaba carros para llevarlos. Yo iba a ayudar a las pescaderas a llevar los carros cargados de pescado hasta su puesto. Me daban dos canets por cada cajón. ¡En un jornal podía llegar a ganar hasta dos pesetas!
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre se dedicaba a la casa mientras mi padre tenía un puesto de carne en la plaza. Cuando mi abuelo murió nos dejó un almacén al lado de la fonda y allí montamos una carnicería.
—¿Fue al colegio?
—Sí. El primer maestro que tuve fue Gabrielet, que daba clases en la planta baja que había tras el Casino. Pero no fui mucho tiempo, después fui con Joan d'es Sereno para hacer la preparatoria del instituto. Sin embargo, no hice más que un año de instituto. Yo no quería estudiar, lo que quería era aprender un oficio, así que me fui a Artes y Oficios. En aquella época Juanito del Bahía venía mucho por casa y, cuando tenía unos 15 años, me ofreció trabajar en el hotel. Dije que sí enseguida. Esos años Sant Antoni apenas tenía ni electricidad, al menos no llegaba al hotel, que tenía que apañarse con un par de motores. Allí aprendí el oficio de camarero, que era el oficio que había que aprender entonces. ¡Y no te creas que era como ahora! Ahora el camarero lleva la comida ya emplatada, entonces la servíamos directamente en la mesa con una cuchara y un tenedor a modo de pinza (como siguen haciendo en Can Alfredo). Para servir un té, necesitábamos hacer dos viajes. Nada que ver con ahora, que te llevan un vaso caliente con una bolsita y la profesionalidad de los camareros deja mucho que desear.
—¿Trabajó mucho tiempo en el Bahía?
—Una temporada y media. La segunda temporada me enyoraba mucho de Vila, de mis amigos, del Club Náutico y del bote de mi abuelo, que todavía sigue vivo (el bote, no mi abuelo). Así que me puse a trabajar en el Ebeso. Recuerdo que allí, cuando se lavaba toda la mantelería, ponían a secar las servilletas sobre los matorrales que había alrededor del hotel. De esa manera, cuando el cliente se la acercaba a la cara le venía el olor a ‘campo'. Trabajé en el Bahía desde el 57 hasta que me tocó hacer el servicio en el 61. Eso también tiene historia.
—¿Me la cuenta?
—Pues que yo quería hacer la mili en Marina, no en Infantería, pero para eso había que ser marinero. Así que me las apañé para que me apuntaran en el llaüt de es Canari durante seis meses. Aunque no llegué a embarcarme nunca, pude conseguir pasar como marinero y hacer la mili en Cádiz. Nada más jurar bandera, me dijeron que el almirante me había reclamado para servirle en su casa. Total, que no vi el mar en los dos años de mili que hice. De hecho, le ascendieron a almirante del Estado Mayor y nos fuimos a Madrid. La verdad es que me trato siempre con mucho cariño. Me despidieron regalándome una pitillera y una navaja multiusos que me trajo su esposa de Inglaterra.
—¿Por qué quería hacer la mili en la Marina?, ¿era muy aficionado al mar?
—¡Hombre claro! Desde niño estuve metido en el Club Náutico. Con solo tres años mi tío Paco Miquelitus, que ya era socio del Club Náutico igual que mi abuelo, me llevaba en su bote a que aprendiera a nadar. Íbamos hasta delante de Sa Barra y allí me tiraba al mar, o nadaba o me ahogaba. Cuando llegaba como podía a agarrarme al bote, me daba dos toques en la mano para que continuara nadando [ríe]. Desde entonces nunca llegué a salir del Club Náutico. Pescaba delante de Sa Barra, recogía cornets, hasta que llegué a hacer regatas en snipe.
—¿Cómo era el Club Náutico de aquellos años?
—Eso era un centro social donde se juntaban vecinos, navegantes, comerciantes. Llegaría a tener más de mil socios, sobre todo porque en aquella época organizaban bailes. Como no podía entrar nadie que no fuera socio, la gente se apuntaba solo para ir a bailar. Allí se juntaban distintas generaciones. Mientras los mayores se sentaban, fumaban y charlaban, los más jóvenes pintaban los barcos o arreglaban una cosa u otra. Todo lo que aprendí, lo aprendí allí. La gran revolución fue en el 69, cuando llegaron los optimist. Fue a raíz de una visita de Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico. Le hizo de anfitrión Ferrer Guasch, que era el presidente del Club Náutico y le regaló un ánfora antigua de esas que se sacaban del fondo con las redes. A cambio, él nos mandó un paquete de cuatro optimist. Es lo mejor que pasó nunca en el Club Náutico; no teníamos ni idea de que existiera esa embarcación. Los optimist marcaron un antes y un después en el Club Náutico y en la vela de Ibiza.
—Muchas generaciones de ibicencos han aprendido vela en un optimist.
—Así es. Es el mejor barco escuela del mundo y yo fui el primero que enseñó a los niños a navegar en optimist. Entrenábamos delante de la platja d'es duros. Como eran baratos, los padres de los chicos empezaron a comprar más y, al año, ya teníamos 14. Como es un barco pequeño y los chavales los dejan antes de los 15 años más tarde hicimos una flotilla de 4,20 antes de que llegara la clase Europa o la Láser. Muchos de los alumnos cuando crecieron se embarcaron en cruceros para hacer regatas. Llegamos a ganar varios campeonatos de España, con Tito Marí Mayans o Manuel, de optimist y a tener uno de los mejores navegantes del país, ‘Fitilla'. Lo malo es que muchos de los alumnos lo dejaban cuando se iban a estudiar fuera y, cuando volvían, les interesaba más la fiesta [ríe]. Ahora ya no queda nada, apenas se puede entrenar con los críos con todo el tráfico que hay por todos lados.
—Entiendo que, al volver de la mili, se dedicó al Club Náutico.
—No. Me quedé con la carnicería de mi padre hasta que hubo que cerrar en el 91. Todo el mundo se había marchado de esa zona y ya no venía nadie. Entonces sí que me dediqué siempre al Club Náutico. Mientras tanto me casé con Isabel en 1972 y tuvimos a Javier y a Juan Carlos, que tiene a mi nieta Lea.
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