Carmen García en la puerta de la sede de la AA.VV. Es Clot | Toni Planells

Carmen García (Rute, Córdoba) es una mujer simpática e inquieta que llegó a Ibiza con solo 13 años desde Rute, enamorándose instantáneamente de la Isla y de su gente. Alguien le contó que el forastero que caminaba por la hierba de ses Figueretes se quedaba en Ibiza. Tras los paseos por los entonces prados de ses Figueretes que Carmen pedía a su familia, ya no volvieron a marcharse de la isla.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Rute, pero no te voy a decir el año, que es un secreto [ríe]. Tuve un hermano que murió a los pocos meses, así que siempre fui hija única. Mi madre, María, también murió muy pronto, con solo 28 años, cuando yo solo tenía siete años. Mi padre se quedó solo conmigo con 33 años, aunque unos años más tarde se volvió a casar con Anselma, que ejerció de madre conmigo y a la que siempre llamé ‘la tita’. Siempre fuimos una familia de tres.

— ¿Cambió mucho su vida con la muerte de su madre?
— Al principio nos mudamos a otro barrio, al de mis abuelos Antonio y Carmen. Pasamos de vivir en el Barrio Bajo al Barrio Alto (nada que ver con categorías, es por la altura a la que están) y me cambié del colegio público al que iba a un colegio de monjas, Las Mercedarias. Allí llegué a tocar en la tuna desde los ocho años [ríe]. Yo quería tocar la guitarra, pero las monjas decían que la guitarra era más grande que yo, que siempre he sido menudita. Así que tocaba la bandurria [ríe].

— ¿Su infancia fue dura?
— Para nada. Yo siempre he sido feliz. Acepto las cosas como vienen y siempre busco la parte positiva de los problemas. Es verdad que me ha tocado vivir cosas malas en mi vida: mi madre murió cuando yo era una niña, mi padre cuando yo tenía treinta y pocos años, me costó más de una década quedarme embarazada… Pero yo no soy una persona que se traumatiza; tiro para adelante siempre. Mi infancia fue buena. Mis abuelos, tanto paternos como maternos, eran gente del campo y vivían de eso bastante bien. En esos años las familias tenían muchos hijos y, al ser yo hija única, la verdad es que vivía bastante bien. Eso sí, no tenía bicicleta ni según que cosas. De hecho, no sé ir en bicicleta. Una vez mi padre me compró una y llegué a aprender a llevarla, pero no a frenar. ¡Me pegaba unas leches que no veas! (ríe), así que mi padre acabó por vender la bicicleta. Pero eso fue cuando ya estábamos en Ibiza.

— ¿Cuando vino a Ibiza?
— A los 13 años. Mi padre vino a trabajar con el boom de la construcción que hubo durante esos años y a los pocos meses vino a buscarnos a nosotras. Era marzo y no pude ni hacer el examen del último curso así que, en agosto, mi padre me mandó al pueblo con la abuela para hacer clases particulares allí y examinarme en septiembre para sacarme el título.

— ¿Qué sensación tuvo al llegar a Ibiza?
— Me encantó. Enseguida me hice ibicenca de adopción. Era la época de los hippies, que iban medio en cueros y era una maravilla ver el contraste que hacían en Vara de Rey al lado de las payesas, que iban tapadas de arriba a abajo. ¡Imagínate! Yo era una niña de pueblo; se me ponían los ojos como platos al verlo (ríe). Me adapté enseguida, eso también es verdad. Aquí se vivía una libertad que solo apreciamos los que somos de pueblo y hemos vivido los cotilleos de aquí y de allí todo el tiempo. Además, la gente ibicenca era adorable; cuando te encontrabas con una payesa que no sabía hablar castellano, nos entendíamos haciendo un popurrí de idiomas como podíamos (ríe). Había muchas ganas de entenderse. Alguien me dijo que si pisabas la hierba de ses Figueretes te quedabas en Ibiza para siempre. Como habíamos venido solo a hacer la temporada, yo me llevé a ‘La Tita’ y a mi padre a ses Figueretes, ¡y venga paseo arriba y paseo abajo! (ríe). Yo no quería volver al pueblo.

— ¿Y volvieron al pueblo?
— ¡No! Solo de vacaciones y de visita, pero ya no nos movimos más de aquí. Cuando iba yo sola al pueblo a ver a mis abuelos, me ‘encargaban con alguien’. Eso significa que se enteraban de alguno del pueblo que fuera a ir y le pedían que me acompañara durante el viaje. Lo mismo que a la vuelta.

— En Ibiza, ¿se puso a trabajar?
— La verdad es que mi padre era de ideas de pueblo y no quería que las mujeres trabajaran. Tenían que aprender a ser amas de casa y a mí eso no me ha gustado nunca. Así que me pusieron a coser con una señora que se llamaba Eulària, que estaba en la Vía Romana. Estuve yendo durante tres años pero yo quería trabajar y ser enfermera. Aunque mi padre no quería que trabajara, un amigo suyo le dijo que el dentista Juan Alberto Fernández necesitaba una enfermera. Mi padre me acompañó a la entrevista con el jefe, ¡qué vergüenza!, pero acabé trabajando con el dentista hasta que nos jubilamos los dos. Casi 35 años. Siempre me decía que le llevaba a pet de conill (ríe) porque iba todo el día arrándolo (más risas). Cada vez que venía alguna persona mayor del campo se extasiaba hablando con ellos. Le encantaban las historias antiguas que le contaban, pero yo me ponía por detrás del paciente y le gesticulaba al jefe para que se diera prisa y no hiciera esperar más al resto de pacientes. Siempre me encantó mi trabajo. Todo el mundo debería tener la suerte de trabajar en lo que le gusta.

— ¿Se casó?
— Sí. Con un hombre que era maravilloso: Pascual. Los dos fuimos siempre muy lanzados. Tardamos 13 años en lograr tener a nuestra hija, Marina, que es una niña maravillosa y muy especial. Si no fuera así de especial, tal vez ya me habría hecho abuela, estaría en su casa y yo estaría en la mía sola. En cambio, disfrutamos la una de la otra como nadie se puede imaginar. Me llena la vida. Aunque todavía queda gente que se las mira un poco mal, las personas especiales como mi hija son un amor. Las más cariñosas del mundo, eso sí, como no tienen filtro te lo dicen todo bien clarito. La palabra favorita de mi hija cuando se enfada es ‘desgraciao’. Lo dice siempre que se cabrea, aunque yo le digo que un día nos van a meter en la cárcel. Y es que una vez nos paró la Guardia Civil porque había una carrera de bicicletas. Marina se enfadó, sacó la cabeza de por la ventanilla y gritó: «¡Desgaraciao!» (ríe).

— ¿A qué se dedica en su jubilación?
— A no parar de hacer cosas. Por un lado, a llevar a Marina a ‘chorrocientasmil’ actividades. Y es que hace de todo: es modelo, baila, y hace ‘chorrocientos’ deportes. Por otro lado, yo también hago baile, teatro, gimnasia, soy vocal de la Asociación Es Clot, estoy implicada y voy a ser secretaria de ADDIF… Como decís en Ibiza: soy un cul remena. No puedo estar quieta y, si lo hiciera, entraría en una depresión. Pero no he tenido tiempo para deprimirme. La gente dice que siempre me pasan cosas, sobre todo viajando, pero eso es porque salgo de casa. Mi sofá tiene más de 30 años y está nuevecito (ríe). Cada año viajo, como mínimo, un par de veces a Gerona, otra vez a Bilbao a ver a mi prima y, además, hago otro viaje ‘libre’, por ejemplo, a Los Fiordos.