Catalina Riera | Toni Planells

Catalina Riera (sa Penya, Ibiza, 1957) regenta desde hace más de 40 años la floristería Es Baladre, en pleno corazón de Vila. Un oficio al que llegó por casualidad y que lleva desarrollando ininterrumpidamnete desde entonces.

— ¿Dónde nació usted?
— En Vila, en sa Penya. Justo encima de sa Peixateria, que entonces se llamaba calle Barcelona. En el número dos mis padres tenían la tienda, Comestibles Riera, que, en la parte de atrás, tenía el espacio en el que vivíamos toda la familia, mis padres, Vicent y Maria, y los cuatro hermanos: Vicent, María y Margarita. Yo soy la pequeña.

— ¿Dónde estudiaba?
— Al principio en las monjas de San Vicente de Paul, después fui con doña Emilia, que junto a don Joan d’es Sereno, eran quienes hacían la preparatoria para, después, ir al instituto. Recuerdo a doña Emilia como una profesora muy seria, espartana diría. Pero era muy buena maestra, tenía mucho nombre. Después fui a Santa María, hice el Bachillerato, el COU y, más tarde, hice la carrera de Turismo. El primer año lo hicimos en el espacio de las monjas de San Vicente de Paúl. No recuerdo el nombre, pero el director entonces era de la bodega Arnau. Sería el 77 cuando terminé. Porque me casé al año siguiente.

— ¿Con quién?
— Con Bartolo. Tenemos dos hijos, Paula y Bartolo. Bartolo trabaja conmigo en la floristería y Paula es maestra. Además, tengo dos nietas, Naya y Sofía Catalina, las dos tienen cuatro años, se llevan seis meses de diferencia.

— Hoy es 8 de agosto, ¿recuerda cómo se celebraba esta festividad cuando era niña?
— Ese era uno de los únicos días en los que mis padres cerraban la tienda por la tarde. Solo pasaba en las fiestas muy señaladas, el 18 de julio era uno de ellos, que nos íbamos a es Canar. El 8 de agosto cogían el senalló, con la sandía y la merienda, e íbamos a la berenada en Puig d’es Molins. Allí, los hermanos Palerm (unos payeses que tenían un puesto en el Mercat Vell) preparaban una paella enorme.

— ¿Qué otras fiestas significativas destacaría?
— Sant Joan, sin duda. Hubo una época en la que había un grupo de valencianos que transformaron un poco la fiesta. Uno de ese grupo, él no era valenciano, pero sí muy inquieto, era Carlos Tur, que después trabajó en la radio. Pasamos de hacer los foguerons a hacer auténticas fallas. Se hacía una en sa Penya y otra más en sa Graduada.

— ¿Qué recuerdos guarda de su infancia en sa Penya?
— Jugar por la calle todo el tiempo. Jugábamos a la chinga, a hacer batallas, peleas a pedrada plena... Pero una de las cosas que más me gustaba, de hecho me sigue gustando igual, era ir con la bicicleta de mis padres a la zona de la Marina, donde las barracas, a ver cómo llegaban los barcos de los pescadores. Mi madre acostumbraba a ir a lavar la lana de los colchones también allí, detrás del muro. Si no recuerdo mal lo hacía con el agua del mar. Cada vez que viajo y voy a un lugar con puerto de pescadores me evoca esos tiempos.

— ¿Con la carrera de Turismo bajo el brazo, ¿a qué se dedicó?
— Hice una solicitud para entrar en Iberia. De hecho, me aceptaron. Pero Paula tenía siete u ocho meses, me fui a ver a mi hermana Marga y a mi cuñado Pedro, de Can Pere Sord, y este me ofreció montar una floristería a medias en su local. Me pareció complicado teniendo una nena pequeña como tenía. Pedro me contestó: «¡Bah!, si esto trabajas en verano, cierras en invierno, un día trabajas más, otro menos...» [una carcajada general entre las empleadas retumba en toda la floristería al escuchar el argumento de Pedro]. Él se lo creía. Total, que me enredó y abrimos en 1981, con una nevera de helados y un local de 25 metros. La primera empleada fue Cati, que nos traía flores ibicencas y acabó trabajando aquí muchos años, igual que mi sobrina Clara. Poco a poco, a base de mucha lucha y trabajo, fuimos creciendo hasta día de hoy, que somos nueve personas trabajando. Ana, por ejemplo, lleva tres años, pero María ya lleva 22.

— ¿Cómo ha cambiado este negocio durante estos años?
— Mucho. Recuerdo la primera floristería en Ibiza, era de María de ses flors, en la calle Mayor, y tenía rosas místicas, dalias o perpetuas. Antes se celebraban todos los santos, y las flores eran un regalo más común de lo que es hoy en día. Ahora se regalan colonias o spas y esas cosas. Las flores ahora se compran como decoración, para algún nacimiento o boda y también mucho para los yates. Hay de todo.

— ¿Soñaba en convertirse en floristera?
— Para nada. Lo que pasa es que, habiendo nacido en una tienda, el ser comerciante lo llevamos en la sangre. La escuela de mis padres ha sido muy importante. Si sabes ser buen comerciante, da igual lo que vendas, flores o sandías. Tampoco me imaginaba que fuera tanto trabajo. Dicen que hemos tenido suerte, pero la suerte tiene que pillarte trabajando.

— ¿Cuál es su afición fuera de la floristería?
— Viajar, sin duda. Cada año procuramos hacer un buen viaje. Hemos estado en los Fiordos, en la Patagonia argentina, uno de mis viajes favoritos, o en México. Allí, en plena capital, nos encontramos casualmente con una quincena de ibicencos. Acabamos cenando todos, claro. Otro de mis viajes favoritos es el que hicimos a Tailandia en diciembre de 2004. Me gustó tanto que llegué a plantear quedarnos más tiempo, todas las Navidades hasta Nochevieja, pero sin éxito. Volvimos entre el 8 y el 10 de diciembre, el 26 hubo el tsunami en el que murieron miles de personas. Arrasó los lugares en los que habíamos estado días antes y te preguntas qué les sucedería a esas personas que estaban allí. Fue muy triste.

— ¿Tiene algún viaje en mente?
— Sí. Cuando me jubile quiero hacer un crucero y dar vuelta al mundo. Es mi ilusión. Pero antes, estas Navidades, ya tenemos pensado ir por el norte de España.

— ¿Tiene previsto jubilarse?
— [Se hace un silencio en la floristería para poner la atención a la respuesta de la jefa. La evidencia del interés suscitado, que pretendía ser más discreto, acaba en un nuevo estallido de carcajadas] Pues no lo sé. Se verá [ríe].