— ¿De dónde es usted?
— Soy de Can Curreu, en el barrio de s'Argentera. El pequeño de siete, cinco hermanos y dos hermanos. Tú imagínate en esos tiempos una pareja, en invierno, delante del fuego, ¿qué harían? (ríe).
— ¿No veían la tele?
— (Risas) ¡Que va!. Si la primera tele que llegó a todo el vecindario fue la nuestra y lo hizo cuando yo era un niño. La recuerdo perfectamente, una Ibera en blanco y negro. Serían finales de los 60 y en aquella época solo se veían dos canales.
— ¿Tenían la tele en el bar de Can Curreu?
— No. Este bar no se abrió hasta 1975. Antes teníamos el bar y la tienda al lado. Se llamaba Es Pont y, aunque era todo de la misma casa, tienda y bar estaban separados por una puerta. Era una de esas tiendas emblemáticas de las que quedan tan pocas, hoy en día. Ahora mismo solo me vienen a la cabeza las de Can Andreuet, Can Campaner y Can Jordi. Allí comenzamos mi hermana María, Eulària y yo.
— ¿Vivían allí mismo?
— Sí, claro. Se nacía, se trabajaba y se vivía en la misma casa. Para que te hagas una idea de como han cambiado las cosas, nosotros dormíamos cuatro en la misma habitación. Éramos pequeños, claro, y dormíamos en literas. Más adelante (en el 70 o 71) mi padre arregló unas habitaciones más al lado del almacén de las algarrobas para que pudiéramos estar más anchos y, por fin, hizo unos baños. Ahora es el estudio de arquitectura de mi hermano Vicent y su hijo.
— ¿Cuándo llevaron el bar a su actual ubicación?
— Mi padre compró este solar y empezó a construirlo en el 69. El bar lo inauguramos en junio de 1975 y al día siguiente celebramos aquí mi primera comunión. María fue quién lo abrió junto a mi otro hermano Pedro. Casi todos hemos trabajado aquí. Vicent y Toni tal vez los que menos, pero esto ha sido una escuela para todos nosotros. Con el tiempo se iban casando o montando negocios hasta que llegó el último de los hermanos, que soy yo, y aquí sigo desde 1985.
— ¿Sigue trabajando día a día?
— Bueno, en realidad, desde hace dos años he decidido trabajar solo si hay demasiado lío. He trabajado mucho siempre y un día me dio por hacer las cuentas de lo que había trabajado y me salió el equivalente a las horas que hubiera trabajado a los 80 años con una jornada normal. Nunca tenía tiempo para nada y decidí confiar en el personal de toda la vida y dejarlo más en sus manos. Eso sí, sigo cotizando, viniendo a diario y echando una mano ante cualquier emergencia.
— ¿Y a qué se dedica desde entonces?
— A vivir, un día voy en moto, otro voy en bici y otro arreglo la feixa. ¡Según de dónde venga el viento! (ríe).
— ¿Echa de menos a sus clientes?
— No. Porque vengo a diario y les veo. Pero sí que es verdad que el trato con los clientes siempre ha sido algo especial para mí. Tengo que reconocer que se lo debo todo a los clientes. Son más que clientes [se emociona]. Algunos de ellos me conocen desde que nací. Otros, muchos de ellos extranjeros, vienen un año tras otro desde hace décadas. Como Rudy, que vino el primer año de alquiler en los pisos que hicimos sobre el bar y todavía sigue viniendo. De hecho, se van mañana mismo.
— ¿Cuál es el secreto para mantener a la clientela de esta manera?
— La humildad y hacer las cosas bien. Que los clientes se vayan siempre contentos. Yo tenía la costumbre de que, al terminar, cogía una botella y hacía lo que yo llamo ‘la ruta del marketing'. Consistía en sentarme con la botella mesa por mesa invitando a los clientes a una copita y conversas un rato con ellos. Estos detalles los aprecia mucho la gente y yo los disfruto. De hecho lo sigo haciendo de vez en cuando. A esto se le llama hospitalidad.
— Seguro que tendrá anécdotas interesantes con sus clientes.
— Miles. Ya te digo que son tan clientes como amigos. Uno de ellos era Keke Rosberg, que venía con su bigotazo a comprar helados con su hijo Nico. Niki Lauda también tenía la casa aquí al lado, él era uno de nuestros mejores amigos. De hecho tenía aquí su apartado de correos. Cuando ganó su último mundial (1984) cogió un jet privado y vino aquí a celebrarlo tranquilamente en Can Curreu. Aquel año todavía llevaba el bar mi hermana, pero recuerdo que se le hizo una fiestecita y que tenía el buzón lleno de telegramas.
— No puedo evitar fijarme que tiene la moto con la que Sito Pons ganó un mundial de motociclismo.
— Sí. Es que soy muy fanático de las motos y tengo una colección. Cada seis o siete meses pongo una distinta en el bar. He trabajado mucho y siempre he guardado un poco de lo que ganaba para comer, otro poco para la casa y otro poco para las motos. La afición me viene de mis hermanos, que tenían todos motos, Bultaco generalmente. Pero cuando se hicieron mayores perdieron el interés y yo lo mantuve. Restauré las motos, me fui comprando otras y ahora ya tengo una buena colección, con motos de gran premio, de motocross, Ducatis, Gileras, de todo. Eso sí, deben ser motos que pueda conducir.
— ¿Dónde las guarda?
— En los antiguos corrales de mi padre, que tenía animales. De hecho, se dedicaba a llevar animales al matadero en un Ebro viejo que tenía. No tardó mucho en darse cuenta de que compensaba más la tienda que estar haciendo viajes a Vila continuamente.
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