—¿Cuál ha sido el objetivo de esta nueva expedición?
—Se trata de un proyecto más dentro del conjunto titulado Pristine Seas de National Geographic que comenzó en 2009, en el que tengo la suerte de haber colaborado desde el principio y si nada lo impide se extenderá hasta 2019. Esta es la decimoquinta expedición cuyo objetivo es explorar los mares prístinos, no tocados por la acción humana. La acción final es extender la protección e impulsar a los gobiernos a aumentar las zonas de reservas marinas. Hasta ahora hemos conseguido que se apruebe la reserva marina más grande del mundo, (se trata de las islas Pitcairn en el Océano Pacífico, de 830.000 km2 vedados a la pesca y a la perforación para obtener petróleo u otros materiales) y este último viaje tiene otra finalidad, que es la de seguir recabando información para un gran proyecto documental titulado Last Ice (El último hielo), para dar a conocer la realidad de estos enclaves naturales.
—¿Qué es lo que nos encontramos al llegar a un lugar tan remoto?
—En primer lugar, una inmensidad blanca de hielo perpetuo, una masa helada que desaparecerá en verano dentro de 25 o 30 años. Cuando llegas, después de ocho vuelos desde que partimos de Eivissa, te encuentras con un paisaje de otro planeta, como de una película de la Guerra de las Galaxias. En los casi 40 días que estuvimos en la zona no vimos a ninguna persona que no fuera del equipo, ni aviones ni barcos ya que el mar está helado. En ese entorno tienes la sensación cierta de que muy pocos seres humanos han visto ese contexto natural que es una gran maravilla.
—¿En qué consiste el campamento base de una expedición de esta envergadura?
—En principio se llega a la zona en un avión de NG para nueve personas y siempre contamos con dos helicópteros para el avituallamiento y los controles aéreos del área. Nos alojábamos en tiendas de campaña con una temperatura media exterior de entre 2 y -10 grados. Lo primero que hacíamos por la mañana era recorrer la zona en helicóptero, teniendo en cuenta que no puedes planificar ninguna rutina ya que las condiciones climatológicas y ambientales cambian muy rápido. En un mar helado, algo que llama la atención es su capacidad de cambio en pocas horas. Por eso a primera hora de la mañana hay que analizar la situación del viento y las corrientes para entonces decidir el sitio donde bucear. Luego viene el trabajo directo bajo el agua, en condiciones muy duras, a -2 grados, y cada vez que se decide una inmersión debes acarrear no solo el equipo sino también todo lo necesario para acampar en la zona, ya que suelen formarse espesas capas de niebla que te pueden obligar a estar un par de días en el área hasta ser evacuados al campamento base, algo que por suerte no nos sucedió.
—¿Qué tal la convivencia con la fauna local?
—Tienes que moverte de una manera que ya hemos olvidado, cuando el ser humano se levantaba por la mañana para conseguir su sustento y su otro objetivo era que ningún animal se lo hubiese comido. Hemos visto muchos osos polares que normalmente no te hacen caso y suelen escapar de tu presencia, aunque hay que estar alerta. Como anécdota, una noche un oso polar atacó una de las tiendas de campaña cuando dormíamos y por suerte quedó solo en un susto. Luego vimos focas, belugas, ballenas y narvales, éste último es que el que tiene el cuerno frontal que inspiró la figura del unicornio. Estás en la naturaleza más pura y salvaje.
—¿Qué os habéis encontrado bajo el agua?
—Ha sido un poco decepcionante porque apenas hemos podido sumergirnos. El deshielo iba con muchísimo retraso, todo lo contrario al calor asfixiante en las Pitiüses. Las temperaturas estaban más bajas de lo normal y donde acampamos, que en teoría deberíamos tener agua libre cerca, estaba a 60 kilómetros de mar helado. En las pocas inmersiones nos hemos encontrado con un paisaje erosionado por el hielo, teniendo en cuenta que lleva tapado siglos y cuando consigue entrar el sol este es el detonador de la vida con la presencia de algas. Eso sí, hemos estado en el agua con focas, narvales y otras especies más grandes.
—Después de varias incursiones en el Ártico, ¿ha variado vuestra opinión sobre el cambio climático?
—No, ya es una certeza, nadie lo discute, está firmemente datado y por eso el título del documental es El último hielo. Antes de 30 años en el verano no habrá hielo en el Ártico. Una realidad que cambiará profundamente al planeta, no solo en sus condiciones ambientales sino también en los ámbitos económicos y geopolíticos ya que afectará a cuestiones antes impensables como las rutas de navegación. Los barcos están esperando para circunnavegar a través de los polos por las nuevas rutas que serán muchísimo más cortas. Asimismo, la necesidad actual de canales como el de Panamá o Suez dejará de ser importante. Sobre la mesa hay un montón de preguntas e hipótesis, porque de muchas de las cuestiones no sabemos las respuestas, sobre todo en cuanto a cómo responderán las especies que habitan estas zonas ante los cambios que se avecinan.
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