Supongo que con el manto de nieve que cubre Ibiza, la mayoría de valientes asistentes a la rua de carnaval se disfrazará de yetis u osas polares, de pastorcillos bien forrados o incluso un entrañable San Bernardo que lleva al cuello una botella de coñac. Será después, en la intimidad de algunas casas de gozosa reputación y bien provista chimenea, cuando comience el sano despelote.

Pese al frío invernal, siempre hemos asociado el carnaval con portentosas garotas semidesnudas que bailan la samba. Maravillosamente sexuales y no sexistas, en Brasil no tienen los complejos yanquis por mostrar los cuerpos gloriosos (será que la cachaza es más sensual que el bourbon), y se mantiene un culto olímpico a la belleza que es gozo de voyeurs. Ya escribió Jorge Amado que al sur del Ecuador, no existe el pecado…

En Venecia los disfraces son más sofisticados y se calienta uno a base de negroni, que es una copa de aperitivo que mezcla ginebra, campari y vermut rojo a partes iguales. Va bien para llevar la cornamenta con dignidad, pues la tradición manda que los cónyuges no pueden pedirse cuentas por los días de carne-vale. Como buenos intrigantes, saben que la noble lealtad es mucho más importante que la celosa fidelidad.

El carnaval siempre ha funcionado como una válvula de escape para no volverse loco con las castradoras represiones. Resulta más divertido atreverse a transgredir el orden social y bailar como un derviche, que tumbarse en el diván de un psicoanalista y hablar durante horas de algún complejo sexual. Cada vez que se viola un tabú, sucede algo estimulante.